Ha llegado el día. Finalmente, la leyenda se muestra como real. En muchas presentaciones hemos bromeado sobre la existencia de un relato de Hazan y Clarence que, en principio, nunca saldría de nuestros ordenadores. Pero lo habéis pedido. Lo habéis exigido. Incluso cuando os hemos puesto el reto de conseguir 400RTs a un tweet, habéis cumplido. Lo habéis conseguido.
Aquí, hoy, lo compartimos con todas las personas que nos leéis.
Antes de nada, si no habéis leído Títeres de la magia, no os recomendamos leer este relato. Transcurre tras que el libro haya finalizado y se mencionan muchísimas cosas de la situación final de la trama. Es decir, ALERTA POR SPOILERS. Ve a leerte el libro y vuelve cuando lo hayas hecho. El relato seguirá aquí.
La segunda alerta es que… bueno, puede que sea un poco +18. Nos entendéis, ¿verdad? Pues eso. Proceded bajo vuestro propio riesgo. Que no se diga que no os advertimos.
Dicho esto… disfrutad:

La biblioteca de la Torre es lo más parecido que conozco a un santuario. El único lugar de toda Marabilia donde el silencio es casi palpable. También estoy seguro de que es el único lugar de Marabilia donde más veces me he quedado dormido mientras era un aprendiz, aunque de eso hace ya mucho tiempo.
Ahora, cuando estoy aquí, siempre es para estudiar por mi cuenta, y no hay posibilidad de que baje la guardia en esos momentos, porque amo lo que aprendo. Cada palabra, cada momento. No más asignaturas por obligación. No más mentalizarme para encauzar mis pensamientos. Normalmente, de hecho, dejo que una referencia me lleve a otra, incluso si pierdo la tarde enredado en ningún tema en concreto. Ariadne dice que si saco algo en claro, por mínimo que sea, ya no puedo decir que sea un día desaprovechado. Y esa parte de mí que no es capaz de centrarse, que se distrae a menudo con cuentos y la forma de las nubes tras la ventana, se ha tomado su afirmación muy en serio. Supongo que quiero creer que tiene razón.
Levanto la vista de la mesa y me estiro. A mi alrededor, en otros pupitres, veo las ropas negras de los aprendices. Aunque Clarence ha dicho una y mil veces que ni las túnicas ni las ropas negras ya no son obligatorias, los estudiantes no piensan lo mismo. Pocos se atreven a llevar otros colores, aunque nadie vaya a penalizarlos por ello. Supongo que para ellos, venidos de antiguas familias de nigromantes, es difícil perder la costumbre. Y los demás aprendices, los que llegan nuevos, de otras Torres, siguen su ejemplo. Como si fuera una regla no escrita. Claro que si el Director no se atreve a dar ejemplo…
—Toda mi vida he vestido así —protestó cuando se lo dije.
—Llevaste el medallón al cuello desde que estabas en la cuna, pero te lo quitaste igualmente.
—Eso es diferente. —Aún recuerdo cómo frunció el ceño. Cómo me miró, como si creyera que no estaba siendo justo. Y quizá por eso supe que estábamos demasiado cerca de terreno pantanoso.
—Creo —paladeé. Estaba sentado en su regazo, como siempre que estábamos solos en su despacho, y recuerdo haber enredado las manos en su casaca negra— que en realidad vistes aún de negro porque sabes lo bien que te queda.
Clarence alzó una ceja.
—¿Me queda bien, según tú?
Alcé la cabeza. Tenía la espalda apoyada contra el borde de la mesa, así que preferí tirar de él hacia mí que enderezarme sobre sus piernas. Él no se resistió. Me miró, sin sonrisa, con los ojos brillantes. Yo sonreí inocentemente. O quizá no tanto.
—Algunas alumnas te miran cuando pasas. Y algunos chicos del Taller también. Aunque creo que lo harían incluso si fueras vestido como un bufón de la corte.
—Creo que no eres objetivo, aprendiz… ¿No serás tú quien me mira cuando paso?
Intenté reprimir la oleada de calor en mi rostro, pero me di por vencido cuando las mejillas empezaron a picarme. Como si pudiera controlar eso. Y su sonrisa no hizo más que empeorar mi rubor. Esa media sonrisa, casi fiera, completamente feliz.
Esa sonrisa que me dejó sin palabras. Que me obligó a besarlo…
Intento apartar el recuerdo de mi cabeza cuando la sacudo. Es como si aún tuviera sus manos sobre mi cuerpo, y eso me pone un poco nervioso, consciente de que cualquiera de los aprendices podría ver mi aura, brillando de amor y deseo, incluso si se supone que ahora está mal visto entre estos muros husmear en los corazones de la gente.
Me levanto, lentamente, sin querer llamar la atención, y paso al lado de las mesas de los estudiantes. Un par de chicas cuchichean y ríen por lo bajo. Una pareja se agarra de las manos, entre sus asientos. Creo que no son conscientes de que todo el mundo puede ver ese gesto.
Hago mi camino hacia las estanterías del fondo, las más alejadas de la zona de estudio. Allí guardamos los libros de alquimia, tanto los viejos como los nuevos, que hemos ido comprando para abastecer la biblioteca. Al fin y al cabo, aunque aún somos pocos, hay alguna gente en el Taller interesada en la alquimia. Interesada, en realidad, en un montón de cosas. ¿Por qué parar en una sola disciplina? Nosotros elegimos el límite. Incluso nuestro límite resulta ser la ausencia misma de ellos.
Sonrío al entrar en el pasillo que estaba buscando. Está vacío, como la mayor parte del tiempo. Aquí el silencio es todavía mayor. No hay ventanas cerca, pero hay una esfera de luz que le da un aspecto cálido al rincón. Extiendo la mano, tocando los cantos de los códices, con sus cierres de hierro y sus títulos escritos con caligrafía elegante. Los que han llegado últimamente no me parece que tengan el encanto de los tomos más antiguos. La mayoría vienen del Taller de Dahes, y son copias de los volúmenes originales donde han ido anotando cada uno de sus inventos y la forma de crearlos. Pero nada está hecho a mano. Las páginas no tienen la caligrafía distintiva, las cajas de escritura marcadas y los renglones bajo las palabras. En su lugar, las letras son estampadas, como si pusieran un sello tras otro manchado de tinta en líneas rectas. No hacen eso uno por uno, claro, sino que construyen las líneas y luego las dejan caer sobre la página. Dicen que así pueden hacer tantas copias como quieran.
Dicen que es el futuro, pero el mundo todavía no parece estar preparado para afrontarlo.
Me detengo en seco, al darme cuenta de que me he pasado la balda en la que debía mirar, y vuelvo atrás sobre mis pasos. Mis ojos buscan y encuentran, aunque bastante por encima de mi cabeza. No veo ninguna escalerilla cerca a la que pueda subirme para alcanzar el libro que quiero, así que me apoyo en la estantería. Alzar la mano no es suficiente. Bufo y me pongo de puntillas, apoyando un poco más de peso contra las baldas. Mis dedos tocan el tomo y se escurren antes de poder asirlo por los broches. Trato de estirarme todo lo que puedo.
Solo un poco más…
Una mano pasa sobre la mía y agarra el tomo. Siento el leve roce de un guante negro, de cuero, sobre mis dedos extendidos. Doy un respingo. Una presencia cálida está de pie detrás de mí. Un cuerpo se pega al mío y yo pierdo el ritmo de mi respiración. Mi espalda se apoya contra su pecho cuando un brazo me rodea la cintura, con suavidad, como si temiera que fuera a caerme. Quizá lo haga. Siento los músculos tensarse ante su cercanía, sobre todo cuando su respiración acaricia mi oreja. Trato de detener el estremecimiento que quiere trepar por mi columna.
—¿Necesitas ayuda, aprendiz?
Su voz es apenas un ronroneo grave. ¿Es posible saber que tiene una sonrisa en los labios solo por su tono? Y el brillo burlón en los ojos… Apostaría cualquier cosa a que así es.
Al mover mi mano, para apartarla de la estantería, rozo su palma. Sé que apenas puede sentirlo, y que no le parecerá demasiado real, pero es suficiente para que yo tiemble. Apoyo los talones en el suelo, dejando que nuestras ropas se rocen al hacerlo. Poco a poco, me voy relajando. Él cierra los dedos entorno al libro, pero no se aparta de mí. A mí ni siquiera me importa. Las comisuras de los labios me tironean hacia arriba.
—No parece que coger libros sea una tarea digna del Director. Ni siquiera de un Maestro, a decir verdad.
—Soy de la opinión de que hasta los grandes Maestros deben ser humildes. Y ayudar a los demás ha sido siempre una vocación. Especialmente si el que necesita una mano eres tú… —Cierro los ojos. Su aliento bate contra mi oreja. Baja por mi cuello—. Lo que haga falta. Cuando haga falta. Donde haga falta…
Me encojo un poco sobre mí mismo, contra mi voluntad. Me siento enrojecer. Él siempre lo consigue. Sin necesidad de tocarme. Sin necesidad de que nuestros ojos se encuentren, siquiera. Su mano acaricia mi estómago por encima de mi camisa. Puedo sentir su calor, incluso con la ropa de por medio. Creo que podría sentir su calor incluso si estuviera al otro lado del pasillo.
No se supone que sea bueno necesitarlo tanto.
¿Y se supone que el roce de una persona tiene que hacerte sentir como si fueras a perder la cabeza? Incluso si es la persona a la que más quieres…
Cojo aire y hago acopio de todas mis fuerzas para darme la vuelta. Su mano no se aparta de mí, así que me acaricia el costado, cuando me giro, y sus dedos terminan por acomodarse en ese hueco al final de la espalda. Esa hendidura a la que su palma se amolda perfectamente. Ojalá no lo hiciera, porque siempre consigue que separarme me apetezca menos todavía.
Nuestros ojos se encuentran. Él sonríe, como esperaba, inclinado hacia mí. Apoyo los hombros contra la estantería, contorsionándome un poco para no atrapar su mano contra la madera. Él me recorre de arriba abajo con los ojos. Me siento algo expuesto, aunque ante él siempre parezco estarlo. A veces me pregunto si es la forma que tiene mi mente de alertarme de que está viendo a través de mí, en ese plano de la realidad donde solo hay colores a mi alrededor. ¿Qué vería, si lo hiciese ahora, de todas formas? Nerviosismo, probablemente. Un poco de timidez —de esa siempre tengo. Puede que incluso el deseo, pulsando cerca de mis bordes dorados. Hace un tiempo descubrí que el deseo siempre estaba ahí, incluso si yo no quería. Al menos, con él. Cuando me provoca. Cuando me toca. Cuando me besa. Cuando me despierto a su lado y él me está mirando. O cuando me despierto a su lado y él sigue durmiendo, ajeno a todo.
—El libro… —le recuerdo. Me recuerdo. Es fácil perder el hilo de mis pensamientos cuando lo tengo tan cerca.
Su mirada vuela al volumen sobre nuestras cabezas. Yo también alzo los ojos. Sin embargo, pese a que estira los dedos, luego los contrae de nuevo. Parece que está a punto de sacar el tomo de la estantería, pero justo después parece cambiar de opinión. Se queda allí apoyado, con la palma contra la balda, por encima de mí. Siento su otro brazo abandonando mi cintura, mi cuerpo. Me deja frío y confuso, mirando hacia abajo, al poco espacio que queda para que nuestras caderas se toquen, como si hubiera perdido una pieza importante de mí mismo.
Entonces siento su mano en mi mejilla, sobresaltándome. Su guante, en realidad, el cuero suave contra mi rostro. Prefiero cuando su piel toca la mía, directamente, pero sé que no puedo protestar. Sus ojos están clavados en los míos.
Ojalá pudiera hacerme pequeño y desaparecer.
Ojalá siguiera mirándome y acariciándome para siempre.
Nervioso, sopeso mis opciones. Podría empujarlo y salir corriendo, pero no es lo que realmente deseo. Una parte de mí me recuerda que seguimos en la biblioteca. Me obligo a no pensar qué se le pasaría por la cabeza a los aprendices si vieran a su Director inclinado sobre mí. Besándome, incluso. No parece el tipo de comportamiento que un Maestro tiene en público.
Como si no hubiera ya suficientes problemas en la Torre.
—Creo… que has trabajado suficiente por hoy, ¿no crees? —susurra—. Siempre te esfuerzas tanto… Quizá es hora de que te relajes, Hazan.
Enrojezco un poco más, sin quererlo, al escuchar la forma en la que pronuncia mi nombre. Hace que suene como un hechizo. Como si se le pegara al paladar, pero no le importase. Aunque prefiero cuando me llama “aprendiz”, con su cariño y burla habitual, porque ahora me hace sentir… indefenso.
Atrapado. Estoy atrapado.
Me obligo a cerrar los ojos. Debería ser más fácil así, resistirme, pero solo hace que se me agudicen el resto de los sentidos. Soy demasiado consciente de su presencia. De todos los lugares en los que nuestros cuerpos podrían encontrarse. De todos los lugares en los que no me toca.
—Creía que el Director no tenía tiempo de descanso. Al fin y al cabo, siempre hay alguien buscándolo. ¿No deberías estar en tu despacho? —Trago saliva, cuando siento su aliento acariciándome los labios. Su mano me distrae cuando recorre la línea de mi mandíbula. Mi cuello. Una parte de mí me recuerda que está mal, pero siento un cosquilleo de anticipación en el estómago—. Y aunque yo no tengo tu categoría, como encargado del Taller, debo…
—Como encargado del Taller, debes atender a todo el que te reclame, ¿no es cierto? A todo aquel que te necesite… —Nuestras bocas se rozan. Él siempre consigue que parezca un accidente, cuando acerca tanto sus labios. Solo que yo sé que no lo es. Trata de tentarme. Trata de saber si lo aceptaré. ¿Y cómo iba yo a hacer otra cosa?
Entreabro los ojos, para mirarle. Tengo toda su atención. El mismo azul de las piedras que solíamos llevar al cuello me desconcierta, porque es como si tuviera magia en la mirada. Como si fuera a descubrir todos mis secretos en cualquier momento, pese a que yo no lo oculto ya nada. No a él, de todas formas.
Trato de robarle un beso, sin poder contenerme, pero su mano, sobre mi pecho, me detiene de lanzarme hacia delante. Clarence me sonríe, con burla, y aparta la cara.
—Qué impaciente, aprendiz.
Frustrado, dejo escapar un gruñido bajo. Me relajo y trato de relajarme contra la estantería, sin luchar contra la mano que me ancla en mi sitio.
—A menos que me necesite, entonces, señor Director, debería dejarme libre para que siga con mis quehaceres —susurro. Trato de mirarlo a los ojos, pese a la vergüenza.
Él vuelve sus ojos a mí. Su cabeza se inclina de nuevo. Bajo la vista, a sus labios. La punta rosada de su lengua los humedece, pensativamente. A mí me da vueltas la cabeza. Creo que los colores a mi alrededor son demasiado brillantes. Todos mis sentidos están alerta. Apenas nos separan unos centímetros. Si consiguiera un beso, probablemente ya no me soltaría…
—¿Y quién dice que no lo haga? —Su voz baja, grave, parece vibrar en su garganta. En el aire mismo que nos rodea—. Te necesito, Hazan. Ahora…
No puedo pensar con claridad cuando su boca está tan cerca. Cuando nuestros labios se rozan, yo inclino la cabeza hacia atrás. Clarence deja de jugar y se mueve hacia delante, dando el único paso que nos ha estado separando. Su mano derecha está en mi cadera, y no sé en qué momento ha llegado ahí. La izquierda sigue contra la balda, el brazo flexionado, su cercanía acorralándome contra los libros. Siento las tablas de madera clavándose incómodamente en mi espalda. En mi cuello. El malestar hace que recuerde dónde estamos, por un segundo.
Sus piernas rozando las mías, su cuerpo irradiando calor, casi consigue que vuelva a olvidarlo.
—Podrían… vernos —murmuro, luchando por no perder el hilo de mis pensamientos cuando él sonríe, como un depredador. A él no le importa dónde estemos. A él no le importa nada, cuando me mira así, porque el resto del mundo desaparece—. Los alumnos están… —Muevo la mano, hacia el fondo del pasillo, aunque no hay nadie allí. Nadie pasa por aquí nunca. No a estas horas, al menos, cuando la tarde está tan avanzada.
Me doy cuenta de lo débiles que suenan mis excusas. De lo débiles que quiero que suenen, porque yo nunca querría apartarme de él. Incluso aquí, por mal que esté. Mi mano vuelve a caer contra mi costado. Rozo la de él, al hacerlo, aunque solo puedo sentir el tacto del cuero y algo de su calor. Anclo los dedos a su brazo, por encima de su muñeca.
A él, por supuesto, no se le escapa ninguno de mis movimientos.
—Ahora —repite, enfatizando cada sílaba.
Y entonces su boca está sobre la mía.
No hay nada de delicado en su beso. Si antes estaba intentando tentarme, con caricias, con suavidad, ahora que sabe que no me apartaré, su asalto es directo. Escucho una exclamación ahogada que creo que viene de mi garganta, aunque no estoy seguro. Mis dedos se aprietan un poco más alrededor de su brazo. Feroz, Clarence se adueña de mi boca, obligándome a echar la cabeza hacia atrás. El corazón empieza a latirme acelerado, con tanta fuerza que creo que me romperá las costillas. Siento las mejillas rojas, ardiendo, cuando desliza la lengua entre mis labios. Su cuerpo se pega contra el mío, negándome cualquier posibilidad de escape. Su mano, aún sobre mi cadera, me empuja suavemente hacia delante al tiempo que me mantiene en el sitio.
Como si yo pudiera moverme, siquiera…
Como si pudiera hacer otra cosa que corresponder a su voracidad. Como si pudiera hacer otra cosa, aparte de dejarme devorar. Jadeo, contra su boca. Siento cada centímetro de su cuerpo contra el mío, dolorosamente consciente de sus piernas casi enredadas a las mías, de la caricia en mi mejilla, en mi cuello. Sus dedos se amoldan a mi nuca, deslizándose entre mis cabellos. Mi cuerpo responde a su deseo, demasiado obvio, arqueándose contra él.
Su beso se vuelve más exigente. Más profundo… Nuestras respiraciones agitadas son lo único que se oye en el pasillo. Nuestro beso. Nuestros corazones a la carrera. La corriente que noto dentro de los oídos, como una tormenta, ahogándome, a mí y a mis pensamientos… Mis dedos se mueven por inercia, hacia los broches en su casaca, pero él no me deja. Atrapa mi mano, al ver mis intenciones, y se separa apenas. Su sabor permanece en mis labios incluso cuando dejan de tocarse con los suyos. Entreabro los párpados. El cuerpo me arde, de la cabeza a los pies, pero sé que no es de vergüenza por lo que hacemos.
Creo que me voy a volver loco.
Clarence aprieta mi mano contra la estantería, para alejarla de su pecho. Aunque no me hace daño, hay algo de impaciencia en su gesto. Cuando se inclina de nuevo hacia mí cierro los ojos, esperando sus labios de nuevo, pero su boca cae sobre mi cuello. Me estremezco, sintiendo su respiración agitada sobre mi piel.
—Si te portas bien —susurra, cerca de mi oído. Sus dientes raspan el lóbulo de mi oreja. Cierro los ojos, aspirando por la nariz, dándome cuenta de que estoy rodeado de su olor. El olor de la Torre, a piedra antigua y hierbas. A tinta y pergamino, y a magia… si es que la magia realmente huele a algo— nadie tiene que enterarse de que estamos aquí.
La mano en mi cadera desaparece, llevándose mi brazo. No recordaba que lo había dejado ahí, pero cuando desliza su palma contra la mía, con algo de precipitación, entiendo lo que quiere que haga. Deslizo las puntas de mis dedos bajo el borde de su guante derecho y le ayudo a quitárselo. Me quedo con la tela, sin saber muy bien qué hacer con ella. Noto el roce en mi muslo. Me sobresalto. En mis calzas. Trago saliva. Con la primera caricia se me escapa un gemido, bajo, que no llega a salir de entre mis labios apretados, pero que me parece que resuena en todo mi cuerpo. En mi pecho, al menos. En mi garganta. Contra su boca, que ríe suavemente.
—¿Recordarás que en la biblioteca hay que guardar silencio, aprendiz? ¿O tendré que enseñarte también a ser discreto…?
Me quejo. Tras mis párpados aparecen motas de colores, de mantenerlos apretados. Los abro, con reticencia, aunque no consigo enfocarlo del todo. No es justo que me torture así. Jadeo, cuando vuelve a tocarme. Su cuerpo se mueve, obstruyendo la visión de la entrada al pasillo y, al mismo tiempo, impidiendo que cualquiera que entre pueda verme a mí. Puedo sentir su propio deseo, evidente en su cuerpo, ahora contra mi costado. Aunque intento alcanzarlo, él me aparta la mano, así que la apoyo contra los libros, como si temiera que la estantería fuera a desaparecer. Si eso pasara, yo caería sin remedio.
—Nos van a descubrir —protesto, con un quejido, cuando siento su zurda colándose por debajo de mi camisa. Intento escapar de su roce, pero me doy cuenta de que no puedo. No quiero—. Cualquier ruido…
—Entonces, simplemente tendrás que mantenerte muy callado —me corta.
Cuando vuelve a mi boca, sabe ya que mi rendición es absoluta. No voy a quejarme. Esta vez bebo ávidamente se su boca y noto cómo Clarence se pierde del todo. Lo sé porque se aparta un poco, como si súbitamente le quemase. Sus dedos me acarician el estómago y se cuelan bajo mis calzas, tocándome con su mano desnuda. La sensación de piel contra piel me hace sisear, entre dientes, y apartarme apenas. Él también está jadeante, con los ojos velados, observando cada cambio en mi expresión. Mi cuerpo entero parece tensarse, a punto de romperse, como la cuerda de un arco a punto de dispararse.
—Clarence… —susurro, muy bajito, cuando sus dedos se cierran a mi alrededor, acariciándome. Torturándome. No estoy seguro de si quiero que pare o que continúe.
Él me sonríe, con algo de tensión. Con malicia.
—Recuerda, Hazan. Ni un solo ruido…
Me besa de nuevo, largamente, mientras me atormenta. Yo trato de no pensar en ello, pero entonces se separa. Mi boca busca en el aire, en vano, como si hubiera perdido algo importante. Como si me hiciese falta para respirar. Mis ojos se abren por la sorpresa cuando, al mirarlo, descubro que ya no está cara a cara conmigo. Sus ropas parecen decir algo cuando se agacha. Cuando se arrodilla, ante mí. Me baja las calzas hasta la mitad de las caderas, pese a que yo me retuerzo y lucho, sorprendido y un poco asustado. Seguimos solos, pero…
Todos mis pensamientos desaparecen cuando su boca encuentra mi piel. Trato de convertir mi exclamación en una inspiración, no con mucho éxito. Intento contener el gemido que se concentra en mi pecho, así que aprieto los dientes. Los labios. Todavía tengo el guante en mi mano izquierda. La tela sigue caliente, y yo finjo que eso es lo único que merece mi atención. Pero su lengua, su boca, no me dan tregua. Cálida, húmeda, me atrapa. Me recorre entero. Me acaricia. Me devora. Siento que me derrito. Mi palma se posa sobre sus cabellos. Las puntas de mis dedos se clavan suavemente en su cabeza. Suspiro, en un vano intento de recuperar mi respiración perdida. No puedo pensar con claridad. No encuentro palabras, ni el poder para pedirle que pare. No quiero que pare. Quiero deshacerme entre sus labios. Quiero que tome todo lo que quiera de mí.
Lo deseo todo el tiempo, tanto que duele. Y está bien, porque sé que él siente exactamente lo mismo.
Planto los pies en el suelo, intentando que no se me doblen las rodillas. Me apoyo en la estantería. Mi mano libre, la que no tironea de su pelo, corre a mi boca. Tengo que morderme un nudillo para no gritar. Para no gemir. No creo que importe. Hacemos tanto ruido, incluso sin decir nada, que estoy seguro de que nos descubrirán. Es imposible que no oigan la forma en la que su boca se desliza por mí. La forma en la que jadeamos, como si hubiéramos subido todas las escaleras de la Torre a la carrera. Es imposible… pero nadie se acerca. Nadie viene a ver qué ocurre, y al cabo de unos minutos acabo por olvidarme de todo. Me olvido de los aprendices, de toda la gente que vive entre estas cuatro paredes. Me olvido incluso del suelo. Solo existimos yo y Clarence, que me mira desde abajo con tanta fijeza, mientras me recorre con la lengua, que creo que está mirando más allá de mí y de mi expresión.
Gimo, muy bajito, y me arqueo contra él. Pierdo la visión de su cara cuando cierro los ojos, echando la cabeza hacia atrás. Siento que me fragmento, que me pierdo por completo. Mi palma se aprieta contra su cabeza; su boca me envuelve, una última vez. Sus labios a mi alrededor. No se aparta, incluso cuando todo ha acabado. Incluso cuando dejo caer la mano, con mis dientes marcados suavemente en la piel. Incluso cuando le acaricio el pelo. Cuando consigo mantenerme en pie solo porque tengo el apoyo detrás de mí.
Al volver a enfocarlo, él sigue postrado ante mí, observándome, y yo no creo recordar cómo se pronunciaba palabra alguna.
Clarence se levanta, lentamente, sus manos subiendo por mi cuerpo. Me acomoda las calzas, de nuevo en su sitio. Su sonrisa sigue ahí, torcida, burlona, brillante. Su dedo índice presiona contra mis labios.
—Muy bien, aprendiz… —Susurra, su aliento cerca—. Silencioso hasta el final…
No me deja que responda. Para cuando ha movido su dedo, ya me está besando.
Yo lo estoy esperando, y no finjo que no lo estaba deseando.
No diréis que no os damos cosas para suplir el vacío de historias de Marabilia hasta la salida de Ladrones de libertad, ¿verdad? Si queréis comentar el relato por redes sociales, por cierto, podéis utilizar el hashtag #Hazence, para que podamos leer vuestras impresiones.
El lunes, por cierto, nuevos personajes de Ladrones de libertad y otro pequeño fragmento 😉
¡Nos leemos!
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