Marabilia, Relatos

Jaulas de seda: escena eliminada

Durante el proceso de edición de Jaulas de seda tuvimos que recortar mucho y, de hecho, acabamos eliminando un capítulo completo que, aunque nos parecía interesante y relacionaba a dos personajes que no interactuaban en ningún otro momento, no aportaba demasiado.

La escena eliminada contiene spoilers, de modo que es preferible no leerla si no habéis terminado el libro o, al menos, si no habéis llegado a la página 383, ya que el capítulo se habría situado, de haberse impreso, entre esta y la 385. Está narrado desde el punto de vista de Fausto.

Fausto

La cuestión de las reinas no ve la luz hasta la mitad de la tarde. Convenientemente para todos, a la hora exacta del té. Ni siquiera hay una primera ronda de votación. Apenas dejan hablar a Kay, de hecho. Es escandalosamente descarado cómo Sirras de Verve la corta cuando ella apenas ha comenzado su turno de palabra y considera que no se pueden tener ciertas conversaciones, como ésta, después de tantas horas encerrados, aunque hace solo tres que volvimos del almuerzo.

Por supuesto, y con razón, Kay se molesta. Sus párpados se entrecierran y sus pupilas se clavan en su padre, que sonríe mientras se pone en pie, agradado por la interrupción, y sale el primero de la estancia.

—Juro por todos los Elementos que… —Kay respira cuando Ivy pone una mano sobre su brazo.

—Salgamos un rato —le susurra—. Nos vendrá bien.

Kay asiente tras un chasqueo de lengua. No salgo con ellas por si eso puede adelantar la postura de mi reino. Ivy y yo nos despedimos en silencio con una de esas miradas en las que no necesitamos pronunciar ni una sola palabra.

—Fausto.

La voz de mi padre me trae de nuevo a la sala. Su mano cae sobre mi hombro antes incluso de que pueda pensar en levantarme, demasiado pesada. Cuadro la espalda, conteniendo un poco la respiración, y me pongo en pie para encararlo mientras me arreglo la túnica.

—Padre.

En el rostro de Fadir de Granth hay una sonrisa. La reconozco. En algún momento significó algo para mí. Antes de saberlo todo, todos mis esfuerzos, todas las horas de estudio y de esgrima y de lecciones de todo tipo eran por conseguir esa sonrisa.

—Lo estás haciendo muy bien —dice con orgullo.

—Apenas he hecho nada, padre.

—Al contrario. Tus comentarios respecto a los Talleres y la idea de desarrollar al menos uno en cada reino para igualar los posibles recursos han sido magníficos. Desde luego, Geraint de Dahes se ha descubierto al rechazarla tan tajantemente.

—¿Geraint de Dahes queriendo quedarse la idea del Taller para sí sólo porque tuvo la suerte de que el primero naciese en su reino? ¿Ha sido de verdad una sorpresa para alguien?

Levantamos la cabeza para observar a Arthmael de Silfos. Lo acompaña Derrick de Dione, quien en las últimas horas ha estado más callado. Me fijo en él un segundo más de lo conveniente mientras mi padre ríe a las palabras del rey de Silfos.

—Majestad, ¿os encontráis bien?

Derrick se fija en mí como si saliera de algún tipo de ensoñación. El gesto agradable y pacífico que siempre ha sido su sonrisa aparece en sus labios, aunque me parece un poco titubeante. ¿No está demasiado pálido?

—Me temo que ya estoy viejo para celebraciones hasta la madrugada y anoche eso se me olvidó. Debí haberme retirado a descansar más temprano.

—Qué decís, majestad —le dice el rey de Silfos, apretando su hombro—. Presentabais fiesta como el que más. Quiero llegar a vuestros años con el mismo ánimo.

—Hijo, creo que si alguien puede llegar a mi edad con buen cuerpo para celebraciones, ese sin duda seréis vos. —Derrick de Dione sonríe, de buen humor, y palmea la espalda de su vecino—. Estoy seguro de que vos ni siquiera necesitaréis tomar nada que os despeje al día siguiente, pero creo que yo voy a pedirlo.

—Os acompañaré —le dice mi padre, con gesto cortés.

Con un asentimiento, Derrick de Dione y Fadir de Granth salen de la habitación también, conversando. Supongo que hablarán, de paso, de lo que van a votar. Puede que mi padre se niegue a la moción en la primera ronda para disimular y después ponga el enlace como excusa para apoyar la propuesta de Kay…

—Bueno, no sé si serán las celebraciones las que tienen bajo de fuerzas al rey, pero creo que yo también estoy un poco mareado. Soportar a algunos de los presentes da dolor de cabeza a cualquiera.

Vuelvo a la vista a Arthmael. El rey de Silfos parece tener un buen humor natural que solo Geraint de Dahes consigue enturbiar de vez en cuando. Por lo demás, es obvio que es un bromista y quizá un poco excéntrico. Cuando llegó al palacio lo hizo él solo en un caballo. Ni siquiera traía más equipaje que un par de alforjas. El resto llegó después, junto con algunos guardias que lo siguieron desde Silfos, por orden de su hermano Jacques. Lo contó riéndose en la primera cena que compartimos. Supongo que tiene sentido viniendo de alguien que tiene fama de héroe aventurero, pero me pregunto si no se le olvidará a veces que además de eso también es soberano.

—Pues quizá deberíais ir a pedir algo para esa cabeza, majestad —le sugiero, con una sonrisa—. Me temo que nos quedan algunas horas aquí dentro todavía.

—Eso si no finjo un desmayo para librarme del resto de la tarde.

Hace ademán de caerse de verdad y yo contengo una sonrisa. Me invita a salir del cuarto con un gesto y yo acepto, juntando las manos tras mi espalda.

—Con todo lo que se dice que habéis vivido, majestad, ¿y resulta que huiréis de un grupo de hombres alzando la voz?

—Prefiero a las mantícoras. Cuando abren la boca sabes que lo peor que puedes esperar de ellas es un buen mordisco, y hay menos veneno en su aguijón que en las intenciones de algunos.

Esta vez no puedo evitar la sonrisa por la ocurrencia.

—Hay alianzas que parecen mezclas tan extrañas como las que componen el cuerpo de una mantícora, también —apostillo.

Él se echa a reír. La carcajada de Arthmael de Silfos siempre es grande y llena. Ríe con ganas, como si le encantase hacerlo y no fuese a perder la oportunidad de ello en ningún momento.

—Desde luego. Como la que aparentemente pretende Rydia. Creo que la princesa Kay terminará lanzando al príncipe de Rydia por la ventana si no deja de acercarse a ella. Lo cierto es que lo siento por la muchacha, pero tengo que admitir que observar cómo el chiquillo lo intenta es una manera de hacer menos tedioso el día.

Contengo una risa, carraspeando por más respeto a Kay que hacia mi primo.

—Agarraos a eso, porque llevo semanas en este casillo y os aseguro que no encontraréis nada más apasionante.

—Duras palabras para el castillo en el que vive vuestra prometida…

La sonrisa del rey ahora es maliciosa. Yo tengo que carraspear.

—Bueno, es que espero que mi prometida no os parezca apasionante.

Otra risa.

—No, pero espero que sí os lo parezca a vos.

Trato de mantener el tipo para que no sea demasiado evidente que, efectivamente, me lo parece.

—Había oído que no teníais ninguna vergüenza para hablar de nada, pero no esperaba comprobarlo tan rápido con una indirecta semejante.

El soberano sonríe sin pizca de arrepentimiento.

—Solo me preocupo por los futuros novios. Ivy es una muchacha encantadora y espero que tenga un esposo a su altura.

Dudo.

—Yo también lo espero, en realidad.

Como su esposo o como cualquier otra cosa, me gustaría estar a su altura.

Lord Arthmael alza las cejas entonces y yo lo observo, un poco confundido. La sonrisa crece entonces en su boca, todavía más burlesca, y yo me tenso.

—Vaya, vaya. Conozco esa cara. Parece que sí os resulta apasionante, después de todo.

Siento que me arden las mejillas. ¿Tan transparente soy? Siento ganas de tocarme el rostro, de asegurarme de que nadie ha escrito en ella lo que pueda sentir por la princesa. Siempre se me ha dado bien esconder cosas. Esto no puede ser menos.

—Nos llevamos bien. Eso es todo —atajo.

—Os lleváis bien —paladea el rey, de manera que suene como mucho más que eso—. En realidad ayer en la cena parecíais muy… cercanos.

Abro la boca, tratando de defenderme. Recuerdo nuestros dedos unidos de manera disimulada. Después bailamos, y pese a que yo no soy especialmente diestro con los pasos de los bailes de Dione, ambos reímos y nos olvidamos un poco de todo lo demás.

Claro que no fuimos los únicos que bailaron. Ni los que más llamaron la atención.

Ahí está. Mi huida.

—¿De veras? ¿Tanto o más que vos con la mercader Lynne?

Arthmael de Silfos da un paso en falso que casi consigue disimular. Alzo las cejas. Bien, desde luego, no sé cómo de evidente resultaré yo, pero espero que no tanto.

—Más, más —carraspea—. Lynne y yo nos conocimos anoche, al fin y al cabo…

—Pues parece que os caísteis bastante bien, aunque dicen por ahí que cuando le pedisteis el baile al principio ella dijo que no bailaría ni por todo el oro de Marabilia —continúo, con sorna.

Hay un brillo en los ojos del rey ante el que tengo que levantar todavía más las cejas.

—Oh, sí. Lo dijo.

—¿Pero?

—Pero ¿qué?

—¿Qué le hizo cambiar de opinión? Al final bailó. Y no parecía exactamente disgustada por hacerlo, aunque admito que nunca habría imaginado a Lynne bailando. Siempre la he conocido tan serena, tan… profesional.

Anoche, sin embargo, aunque al principio mantuvo ese porte mientras bailaba con el rey, hablando en una conversación que solo les pertenecía a ellos, había una ligera sonrisa en sus labios. Era extraño, como si considerase que debía esconderla. Pero al mismo tiempo había cierto orgullo, cierto reto, en la manera en la que bailó. En la manera en la que aceptó la mirada del rey todo el tiempo. No parecían desconocidos. No sé si dos desconocidos podían mirarse como lo hacían ellos.

La sonrisa de Arthmael me hace pensar en eso también. Si no fuera imposible, diría que el rey ante mí está hasta enamorado de la muchacha que conoció anoche. Pero no puedes enamorarte en una noche, en un baile. Eso sería digno de las historias y cuentos que se narran sobre él, pero no de la realidad.

—Bueno, tenía ante ella a un rey dispuesto a suplicar por un solo baile con una humilde mercader. Al parecer, consideró que eso podría convertirse en una leyenda más. Y eso le valió más que el oro. Y considerando que sois la cuarta persona que me menciona el baile hoy, fue sabia. El oro se gasta más rápido que algunas historias.

—Por todas las estrellas —parpadeo—, sí que os gusta Lynne.

El rey casi se salta uno de los escalones por los que descendemos. Aprieto los labios para no reírme.

—Tonterías. Mirad, ahí está vuestra prometida.

Levanto la cabeza más rápido de lo que me dicta la razón. En el recibidor, sin embargo, no hay nadie. Y yo me he descubierto. Las mejillas me arden cuando Arthmael de Silfos se carcajea.

—Por todas las estrellas —me imita—, sí que os gusta Ivy.

—Puede —respondo, avergonzado—. ¿Vos lo admitís también? Si lo hacéis, podemos dejar esto en tablas y volver a intentar comportarnos como adultos.

—Comportarse como adultos, en realidad, está sobrevalorado. Pero… sí, supongo que puede, por mi parte también.

Se me escapa una sonrisa, pese a todo. Cuando levanto la vista, casi siento ganas de echarme a reír por lo que encuentran mis ojos.

—Pues parece que estáis de suerte. Mirad, ahí está vuestra mercader.

—Chico, si acabo de hacer lo mismo, no…

Pero se queda con la palabra en la boca en cuanto la ve. Está entrando en ese momento. Ya no lleva vestido, como anoche, sino prendas en las que la reconozco con mayor facilidad: calzas cómodas, botas, casaca. Para el hombre a mi lado, sin embargo, parece que se acabe de aparecer la estrella más perfecta de todo el firmamento. Se le escapa la sonrisa y me da un par de palmaditas distraídas en la espalda.

—Un placer conversar con vos, alteza. Si me disculpáis, tengo… tratos comerciales que hacer, aprovechando este pequeño descanso en la Cumbre.

Alzo las cejas. ¿Es consciente de lo evidente que resulta? ¿Soy yo tan evidente? Lo dejo marchar mientras me apoyo en la baranda de las escaleras, observando. Es lo que se me da bien, al fin y al cabo. El rey se acerca a la muchacha como un creyente ante el representante de su fe. Ella se sorprende de verlo, pero cuando él le hace una reverencia, también hay una sonrisa en su boca. La esconde a duras penas, tras la mano, pero está ahí. Solo para él.

No, es imposible que se conocieran anoche. Pero de pronto ya no es eso lo que me importa. No se parecen en nada a nosotros, a Ivy y a mí, pero al mismo tiempo…, me pregunto si nos vemos así, desde fuera. Intentando fingir que no hay nada entre nosotros cuando es evidente que lo hay. ¿Puede verlo todo el mundo con esta facilidad? No. Si pudieran, alguien nos lo habría prohibido ya…

Y me doy cuenta de que, de alguna manera, me gustaría que el resto del mundo lo viese y que no pudiesen prohibirlo. Me gustaría que no fuera un secreto. Ni los besos, ni las noches juntos, ni la admiración que siento por ella, ni esta sensación de nunca tener suficiente de su cercanía. Si nos casamos, entonces…

Una alarma aparece rápido para alertarme de mis propios pensamientos. Es como salir de repente de una ilusión dulce. Me llevo la mano al pecho, donde el corazón ha empezado a latirme a esa velocidad a la que solo late cuando ella está demasiado cerca.

Hay una posibilidad que pasa demasiado rápido por la cabeza. Solo una. El tipo de posibilidad que es, en realidad, casi una certeza, porque no hay muchas más.

¿Me estoy… enamorando?

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