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Relato: A salvo

Dos relatos en un día, sí, pero es que ayer no llegamos a subir nada por el cumpleaños de Jaulas de seda. Sin embargo, fue por una buena causa: para este relato teníamos una invitada especial. Xènia Ferrer (que se encargará de las ilustraciones de nuestro próximo libro, La flor y la muerte) se ha unido a nosotras esta vez para hacer una ilustración que lo acompañase. Porque ya que íbamos a hacer un relato… digamos… especial, pues que fuera especial a lo grande. No os decimos mucho más. Si habéis llegado hasta aquí, claramente no queréis leernos a nosotras.

A salvo

Cualquier persona que haya leído una sola novela de caballerías sabe que ser guardia real implica cierto peligro. En lo personal, no tengo ningún problema con ello: prefiero arriesgarme un poco en vez de soportar la vida tranquila de palacio, que es rematadamente aburrida. De todos modos, desde que los intentos de asesinato hacia la reina cesaron tampoco es como si hubiera mucho que hacer: rondas repetitivas, estar atenta a que todo se mantenga en orden en las calles y poco más.

Aunque a veces ocurren cosas interesantes, cosas que me obligan a actuar, que me hacen moverme y con las que me siento útil. Hay conflictos, aunque en ocasiones son simples peleas de taberna que acaban en nada o persecuciones de ladronzuelos a los que a veces dejo ir porque ni siquiera dan grandes golpes. Vale, sí, puede que eso no me dé demasiada autoridad como guardia, pero a quién le importa: no puedo culpar a alguien por intentar alimentar a su familia cuando a mí me sobra el dinero para pagar por lo que ellos se ven obligados a mangar. 

A lo mejor Ivy se tenía que haber pensado mejor lo de dejar ser guardia a alguien que se lleva tan bien con piratas.

Sea como sea, la vida en Dione es relajada y los problemas no suelen existir. Pero cuando existen… bueno, puede que a veces me involucre demasiado. Y cuando eso pasa y regreso a palacio llena de magulladuras porque me he metido en un lío que no me corresponde, Fausto siempre deja los ojos en blanco como si yo no tuviera remedio y me dice: 

—Un día te vas a hacer daño de verdad.

Ivy a menudo añade:

—No es necesario que te expongas tanto.

Pero la que más se preocupa siempre es Cordelia. Sobre todo al principio, antes de empezar a acostumbrarse. El primer día que aparecí con la nariz rota se acercó a mí corriendo, repitió más o menos veinte veces mi nombre y exigió al resto de guardias capturar a quien fuera que me había tocado ni un solo pelo de la cabeza. Yo me eché a reír y entonces fue ella la que me pegó por atreverme a no tomarme en serio mis heridas. 

—Eres una inconsciente, Samira de Granth.

Esa es su frase cada vez que me sienta en el diván de nuestro cuarto para curarme las heridas como si ella fuera una hechicera en vez de simplemente una dama. Yo siempre dejo que lo haga porque me gusta. Me gusta cómo cuida mi rostro o mi cuerpo, cómo me hace sentir querida y protegida entre sus manos. Siempre la miro y no puedo evitar sonreír mientras se encarga de limpiarme la sangre o revisa cada uno de los golpes para asegurarse de que nunca es demasiado grave.

Hoy, sin embargo, no puedo disfrutar mucho del momento. No nos ha tocado lidiar con aficionados, sino con todo un grupo de mercenarios que lleva semanas dando problemas por todo el reino y que saben muy bien lo que hacen. Es la primera vez que estamos tan cerca de cazarlos, pero son más de los que pensábamos y nos han dado una buena paliza, aunque el dolor que siento en el cuerpo no es nada en comparación con el que siente mi orgullo. Hemos estado a punto. Podría haber sido mi primer gran éxito como guardia, podría haber conseguido coger a unos criminales dignos de ser capturados. 

Creo que sigo intentando compensar el hecho de que el criminal más importante de este reino se me escapó y después apareció muerto, así que nunca le voy a poder capturar con mis propias manos y hacerle pagar, aunque sería lo que me gustaría. 

—¿Qué voy a hacer contigo? 

Cordelia suspira mientras me venda un corte en el brazo tras esparcir por mi piel uno de los ungüentos de Greta. Se ha sentado justo a mi lado y tiene un mohín en la boca que es encantador aunque pretende evidenciar su molestia conmigo. Yo le dedico una sonrisa que me escuece un poco por culpa de algunos de los golpes que he recibido y que me han partido el labio. 

—¿Quererme?

—No sé, me resulta complicado cuando nunca sé con qué nueva historia vas a venir destrozada a casa. ¿No podías simplemente hacer rondas por el castillo? 

—Bueno, si quieres que en vez de por unas heriditas me muera por aburrimiento… 

Cordelia deja los ojos en blanco, pero ella sabe que no puede detenerme y yo sé que en el fondo ni siquiera quiere. No se ha enamorado de una mujer que pueda quedarse tranquila en los pasillos de un palacio, lo ha sabido siempre. Me conoce, así que entiende (como lo hace Fausto) que quiero sentirme útil, para este reino y para esta familia. Quiero sentir que encajo, que tengo un propósito y que de alguna manera puedo protegerlos a todos. 

—¿Puedes al menos tener más cuidado? Eres la que peor ha venido de esa escaramuza, mírate. 

—¡Es que yo casi los tenía, Cordelia, tenías que haberlo visto! Estaba a punto. Arrinconé al que parecía el líder, pero luego… 

Luego un par más me asaltaron por detrás y me tumbaron y todos salieron corriendo. Y ahora siento el torso dolorido y estoy segura de que me va a quedar cicatriz en el brazo y en la pierna. Al menos la nariz ya me ha dejado de sangrar. 

—Tienes que exigirte menos. Eres parte de la guardia, no la heroína de una novela. No tienes que salvar a todo un reino tú sola. 

—Bueno, admite que eso me convertiría en una persona muy atractiva… 

Cordelia no puede evitar un resoplido que es un pobre intento de esconder su sonrisa. Me aprieta el brazo que me ha vendado como castigo y yo dejo escapar un gemidito de dolor. 

—No necesitas convertirte en la salvadora de un reino para que te encuentre atractiva. 

No puedo evitar torcer la sonrisa y mi brazo se mueve para atrapar su mano y apartarla de mi herida. Rozo sus dedos con los míos, jugando con ellos, mientras acerco la cara a la de ella. Cordelia aprieta esos labios finos que siempre son una promesa de las estrellas y parecen llamarme constantemente.  

—No, pero admite que te gusta un poco. No que me ponga en peligro, pero sí que intente ayudar y saber que siempre hago todo lo que puedo. Admite que siempre te encargas luego de mí porque en el fondo te gusta sentir que eres tú quien me cuida igual que a mí me gusta sentir que os protejo. 

Cordelia traga saliva y sus mejillas se encienden. Creo que se siente un poco pillada en falta, como si hubiera guardado un secreto hasta ahora y yo acabase de descubrirlo. Pero no hay secretos entre nosotras: las dos somos demasiado transparentes, aunque sea de formas distintas. 

—No digas tonterías y déjame trabajar —disimula. 

Su mano se aparta de la mía cuando extiende los brazos hacia la mesita en la que ha dejado todo los utensilios que siempre utiliza para curarme. A mí se me escapa una risita y reconozco que sus mejillas se encienden todavía más, aunque ella finge que no es así. Con el orgullo y la elegancia de dama de la corte que siempre sabe preservar, humedece un paño y lo acerca a mi cara para limpiármela. El frescor del agua me calma un poco, pero lo que me relaja de verdad es su rostro frente al mío y la manera en que sus dedos me hacen alzar la barbilla con suavidad. 

Cuando la tengo así de cerca, tan concentrada en mi cara, con sus manos sobre mi piel, nunca soy capaz de dejar de mirarla. Un mechón de pelo se ha escapado de su recogido y, aunque sé que quiere que me quede quieta, no puedo evitar levantar la mano para colocárselo tras la oreja con cuidado. No puedo, tampoco, evitar tocar su piel en el proceso, sabiendo que se estremecerá con la caricia. He aprendido a conocerme las zonas sensibles de su cuerpo. He aprendido cuándo responde a mí, qué partes tengo que acariciar para acelerarle el pulso, cuáles son las que la hacen temblar y cuáles las que la hacen gritar. 

Cordelia se estremece. Sus ojos se encuentran con los míos en el mismo momento en el que el paño toca mi boca. El escozor que siento no es tan desagradable como debería. Su piel está todavía bajo mis yemas: el lóbulo de su oreja, la zona sensible un poco más abajo, su cuello descubierto cuando mi caricia desciende con cuidado. Mi pareja traga saliva, consciente de lo que estoy haciendo, consciente de que la estoy provocando, de que quiero comprobar cómo de atractiva le resulto sin necesidad de salvar nada, solo por lo que soy, por lo que tenemos, por la manera en que la toco. Sin embargo, no me aparta. En su lugar, el paño contra mi boca se aprieta un poco más y yo dejo escapar un quejido que no suena tan desagradado como quizá ella espere. Me gusta cuando intenta castigarme, me gusta cuando quiere ponerme en mi sitio aunque sepa que no puede conseguirlo porque me gusta demasiado revolverme. 

—He dicho que me dejes trabajar —murmura, aunque no me pasa desapercibido el vistazo que le echa a mi boca.

—¿Qué he hecho? —disimulo, con inocencia, mientras me paso la lengua por los labios. 

—Sabes lo que estás haciendo.

Levanto mi otra mano para rozar la que sostiene el paño y de nuevo nuestros dedos se tocan. No la obligo a apartarla de mí, pero la muevo sobre mi cuerpo. El paño toca mi mejilla. Mi cuello. Cordelia sigue con los ojos el camino de su propia caricia y después el de unas gotas de agua que corren por mi garganta. Cuando ella traga saliva, yo también lo hago, porque sólo hay una cosa que me guste más que tenerla entre mis brazos y es justo este momento: el instante previo en el que sé exactamente lo que se le pasa por la cabeza y el deseo se asoma a sus ojos castaños aunque la dama comedida y centrada que hay en ella intente detenerlo. 

—Estaba pensando que quizá podrías probar a curarme con un beso… —murmuro yo. 

—Samira, estás malherida.

—Me encuentro bastante bien. 

—Samira… 

Acerco de nuevo mi rostro como toda respuesta. Cordelia tiene las mejillas ruborizadas y su mirada cae de nuevo en mi boca. Cuando mis uñas rozan suavemente su nuca siento cómo se le eriza la piel. Su jadeo choca contra mi boca.

—¿No te hará daño…?

—Creéme, estoy más que dispuesta a arriesgarme. 

Sólo hay espacio para una duda más. Una que se desintegra cuando mi nariz roza la de ella, pese a lo dolorida que la siento todavía. Cordelia murmura algo sobre salirme siempre con la mía y yo sonrío y la herida del labio me tira de nuevo, pero todo eso deja de importar cuando el beso llega. La caricia escuece, pero siento que sería mucho peor su ausencia. Es una caricia lenta, porque Cordelia siempre elige besar lento, con conciencia de cada instante que pasa en mi boca, y siempre consigue que yo pierda la cabeza. Creo que se me escapa un quejido cuando nuestras lenguas se tocan y ella se detiene y está a punto de separarse. 

—Lo sien…

—No. 

No me importa que me moleste la herida cuando la beso con más ganas y es Cordelia la que gime entonces, aunque solo sea de sorpresa. El paño cae al suelo mientras yo tiro de ella para obligarla a dejar su asiento y tomar uno nuevo en mi regazo. Mis dedos suben por su cabello y se hunden en él.

Hay algo de Cordelia que nunca ha dejado de sorprenderme desde que se atrevió a besarme por primera vez: lo apasionada que es. Su pasión, sin embargo, no es un incendio descontrolado y dispuesto a arrasar todo a su paso, como lo podría ser la mía: su pasión es más bien una hoguera, una cuyas llamas arden poco a poco pero altas, siempre bajo un orden, siempre en su sitio pero capaces de convertirse en la peor de las torturas. Cordelia besa y acaricia sabiendo que al final te convertirás en cenizas bajo su toque y se regodea en cada segundo en el que sus llamas alcanzan tu piel. Siempre ha sido mi estrella, así que tiene sentido que arda como un pequeño sol. 

El beso que me da ahora, consciente de que no quiere resistirse y de que yo estoy bien, es una muestra más de esa pasión a la que me he hecho adicta. Una de mis manos atrapa su cintura mientras la otra empieza a descender por su falda, tan solo pudiendo adivinar sus piernas por debajo de todas sus innecesarias capas de ropa. Ella, sin embargo, me detiene cuando empiezo a alzarlas y yo, aunque dejo escapar un gemido de súplica, me quedo quieta. Siento su sonrisa cuando mueve su boca encima de la mía y entreabro los ojos. Cordelia me está mirando desde arriba y sus manos se hunden en mis rizos. Sé que le gusta hacerlo. Sé que le gusta jugar con ellos. Sé que le gusta jugar conmigo. 

Se muerde el labio con duda, pero bajo sus pestañas está ese fuego bajo el que estoy deseando arder. 

—¿Estás segura de que te sientes bien…?

—Sí, pero si me dejas seguir te aseguro que nos vamos a sentir bien las dos

Cordelia ríe, aunque sus mejillas están rojas. 

—Pero tú estás herida. 

—De verdad que… 

—Así que déjame a mí.

No me deja opción a réplica, en parte porque vuelve a besarme y en parte porque me atraganto con mis propias palabras y el calor que me sacude desde el pecho y que se asienta entre mis piernas. Me avergüenza el poder que tiene sobre mí y, sobre todo, el placer que me provoca que lo tenga. 

No puedo hacer nada para resistirme. Tampoco es que quiera. Levanto las manos para decirle que me dejo en las suyas y ella deja escapar una de esas risas con sonido a canto de pajarillo. Su boca toca mi mandíbula, cubriendo de besos los golpes que también me han dado allí, y encuentran mi cuello. No puedo evitar echar la cabeza hacia atrás y suspirar mientras me regala sus besos tiernos y tensarme cuando juega con sus dientes. Sus dedos, de todos modos, ya se encargan de jugar con los cordones que atan el cuello de mi camisa. De pronto, me parece magnífico tener que haberme quitado ya el jubón para que me pudiera curar el brazo: tengo calor y me sobra la ropa. Siento que a ella también. 

Su boca vuelve a la mía y mis dedos vuelven a ella. Juegan con las cintas del vestido a sus espaldas, porque lo quiero ver deslizarse por todo su cuerpo, porque la quiero sentir piel contra piel, muy cerca. Enredo la mano entre los lazos del mismo modo que ella se enreda entre mis piernas cuando se acomoda sobre mí. Me consumo en su manera de besar, me consumo en la forma en la que sus manos abandonan mis pelo para pasar por mi cuello y arañarlo con suavidad y después descienden para tocarme encima de la ropa. Se me corta un jadeo cuando pasa por encima de mi pecho, cuando la tela de por medio me molesta mientras ella se divierte provocándome, y el dolor que siento en el abdomen no puede compararse con el escalofrío que deja tras de mí la sensación. En realidad, puede que el dolor sólo haga la sensación un poco diferente. Un poco más intensa. La mezcla perfecta entre algo que está muy bien y algo que no debería estar haciendo. Se siente como otra más de mis travesuras, como otra regla rota.

Con cuidado, sin dejar de deshacer las cintas de su vestido con una mano, le suelto el pelo con la otra. Deshago su moño y disfruto del momento en el que sus cabellos caen enmarcando su cara. Sólo ocurre conmigo. Sólo yo la veo así, con los labios hinchados y los ojos brillantes y el pelo tan libre como ella en este mismo segundo, en el que me observa desde arriba y se relame esa boca que sabe exactamente cómo controlarme.

—Veamos qué más te ha hecho esa gente… —susurra, con las cejas alzadas. A mí se me escapa una carcajada, pero dejo que me quite la camisa cuando alzo los brazos.

Ambas observamos mi pecho descubierto, aunque ella se detiene también sobre las marcas de los golpes y los moratones que han empezado a aparecer. La veo fruncir el ceño y sus dedos rozan la piel enrojecida, pero a mí su toque sólo consigue hacerme temblar, y no de disgusto. Ella lo sabe, porque me mira entre las pestañas mientras se acomoda un mechón tras la oreja. 

—No, esto no es nada atractivo, Samira. 

—¿No?

—No, tengo que hacerlo desaparecer. 

Y como si realmente fuera capaz, como si mi cuerpo y sus heridas fueran a obedecer a sus deseos (a veces creo que así es) se inclina sobre él y comienza a besarlo. Entrecierro los párpados mientras la observo, conteniendo la respiración. Su boca encuentra cada parte golpeada y la besa como si pudiera hacer magia con sus labios (estoy segura de que puede) y curarme con ellos. Sabe lo que provoca en mí. Sabe lo que hace conmigo con esa lentitud, con esas caricias que acompañan a sus labios, con los dedos que rozan mi pecho y pasan por encima haciéndome retorcerme en busca de más; sus dientes ahí mismo son más de lo que puedo soportar. Creo que me está torturando, y ni siquiera puedo protestar. No cuando su mano toca mi cadera y desciende hasta el interior de mi muslo, y todo mi cuerpo se enciende con la idea precipitada de sus dedos haciéndome gritar. 

No lo aguanto. No aguanto su provocación, así que me inclino para capturarla, pero ella se echa hacia atrás en el diván y escapa de mí como una estrella escaparía del amanecer.

—La convaleciente tiene que quedarse quieta. 

—La convaleciente se siente muy sana ahora mismo. Pero creo que empieza a tener fiebre. ¿Tú no tienes calor, con toda esa ropa…? 

Cordelia se ríe de nuevo. Supongo que me alegro de que esto le divierta. 

—¿Quieres que me la quite?

—Quiero quitártela

—De nuevo, la convaleciente tiene que quedarse quieta. Pórtate bien y yo lo haré también. 

Pero no me parece portarse bien que se ponga en pie y se aleje por completo de mí.

Estoy a punto de quejarme cuando veo cómo ella misma se encarga de deslizar el vestido fuera de su cuerpo. Como toda ella, lo hace de manera lenta, sin dejar de mirarme, diciéndome con los ojos que si corro demasiado, si me muevo demasiado, volverá a escapar. Estas son sus reglas hoy: mientras yo me quede muy quieta, ella me dará todo lo que quiera. Y yo solo puedo pensar que sí, de acuerdo, lo que sea, me convertiré en estatua si así puedo ver su piel desnuda, aunque lo que de verdad quiero es extender las manos hacia ella o arrodillarme a sus pies. Me echo hacia atrás de nuevo en el diván, respirando hondo, mientras las prendas que la cubren caen a sus pies una por una. Nunca estoy preparada para la visión que supone su cuerpo cubierto solo por la camisa interior, que a contraluz deja ver su silueta debajo. Su cintura, donde no me canso de perfilar su figura; sus pechos, pequeños y que adoro morder; sus piernas, en cuyos muslos dejaría marcadas mis huellas dactilares justo antes de devorar lo que esconde entre ellas. 

Me muero de deseo. Me muero de ganas de tenerla sobre mí, contra mí, en mí. 

—Ven aquí —suplico.

Cordelia traga saliva. La broma ha desaparecido de sus ojos, pero aún así se toma su tiempo en acercarse y volver a poner sus piernas entre las mías. Mis manos rozan el interior de sus rodillas y comienzan a subir la camisa con la misma lentitud con la que ella siempre está dispuesta a martirizarme. Nos devoramos primero con los ojos. 

—¿Tendrás más cuidado la próxima vez? —me pide.

—¿Tengo que tener cuidado ahora? —bromeo.

Cordelia deja escapar otra risa. Nunca voy a cansarme de la música que hace al reír, aunque ahora quiero escuchar las notas que hace cuando se revuelve contra mí. 

—No. —Su boca se acerca a mi oído mientras sus manos vuelven a mi clavícula, descienden hasta mi pecho y esta vez retuercen la piel de su cumbre entre sus dedos. Se me escapa un gemido. Otra súplica—. Conmigo siempre estás a salvo. 

Sus caricias descienden hasta mi estómago de manera insinuante, demasiado calmadas, demasiado ligeras, con la misma suavidad de una pluma. Las dos seguimos el rumbo de sus manos, conscientes de todas las veces que han hecho antes este mismo camino, conscientes de la manera en que saben hacerme gritar. Y cuando roza la piel por debajo de mi ombligo, cuando me mira con su labio inferior entre los dientes y la seguridad que ella tiene el poder, yo no lo soporto más y vuelvo a acercar el rostro para besarla. Para regalarle uno de mis besos, no de los suyos; uno de los que hablan de desesperación y anhelo, profundos y llenos de ganas de ella. Cordelia deja escapar un sonido que es tanto de sorpresa como satisfacción, pero sabe que no aguanto más. Sabe que la quiero ya, que la necesito ya, que estoy loca porque me toque y por tocarla, y por eso presiona su mano entre mis piernas y me promete el cielo incluso por encima de la ropa. Mis caricias, ansiosas, suben por su cuerpo arrastrando la camisa y esta vez ella no me aparta ni me recuerda cuál es mi lugar.

Cuando corta mi beso es solo para mover la boca hacia la línea de mi mandíbula, descender y clavar los dientes con seguridad contra la curva de mi cuello. Es el mismo momento en el que sus dedos se meten por debajo de mis calzas y se empapan de mí. Mis labios se manchan con su nombre y mi cuerpo se aprieta contra su mano para encontrarla como si todavía no estuviera lo suficientemente cerca, aunque eso es imposible. Sus dedos siempre saben encontrar el punto exacto en el que yo me desintegro, en el que tengo que rezarle a su nombre, el que consigue que lo único que tenga sentido en el mundo sea ella y su caricia, ella y su manera de mirarme mientras me convierto en humo. Me deshago. Me deshago con ella y por ella y para ella.

Cordelia dice mi nombre contra mi oído mientras a mí el corazón se me desboca y mis manos buscan beber de su cuerpo cuando me ordena que la toque. Me permite que deje de quedarme quieta y yo nunca había accedido a algo con tanta rapidez, con tantas ansias, con tanta obediencia. La busco con ganas, la encuentro con desesperación. Ella siempre sabe cómo acabar conmigo, pero lo que es capaz de hacerme nunca es nada en comparación con la sensación que me provoca arrancarle súplicas de más, órdenes de más. Cordelia me vuelve loca cada vez que me toca, pero esa locura es todavía peor cuando sabe exactamente lo que quiere que haga con ella y no duda en pedírmelo. 

El cuerpo me duele, las heridas me tiran, pero el deseo siempre duele mucho más.

Cuando estallo con ella, por ella, es como sanar de golpe, como vivir mucho más allá del umbral de cualquier dolor, en un lugar donde el sufrimiento ni siquiera es una opción porque sólo existe este placer. 

Ambas respiramos con dificultad después. Ambas nos abrazamos y resbalamos por nuestra piel. Ambas temblamos todavía. Ambas queremos más. 

Pero cuando nos miramos, entre las pestañas, y yo aparto su pelo despeinado de su cara, lo único que puedo decir es:

—Tienes razón.

Cordelia traga saliva mientras ladea la cabeza hacia mi caricia. 

—¿En qué?

—Contigo siempre estoy a salvo. 

Se ruboriza justo entonces, como si esas palabras la hicieran sentir más avergonzada que cualquier otra cosa, y yo me echo a reír mientras la tumbo en el diván y ella exclama mi nombre.

Cuando la vuelvo a besar, cuando me recorro su cuerpo otra vez con los dedos y con la boca, pienso que la única herida imposible de sanar sería perderla.

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