¡Hola, marabilienses!
Últimamente estamos de celebración continua, y esta ocasión no es una excepción. Hoy, día 14 de octubre, hace ya un año de la publicación de la última novela de Marabilia, Reinos de cristal, y por eso queremos regalaros un relato que, como ya podéis imaginar, contiene spoilers del final de la saga.
Así pues, leed a partir de aquí bajo vuestra propia responsabilidad.
¡Por Marabilia!
Decir adiós
Cuando regresó al cuarto el anillo todavía estaba allí, encima de la mesa, donde Arthmael lo había dejado. Allí se quedó, de hecho, esperando, durante varios días con sus noches. Allí aguardó, pacientemente, como había hecho él mismo. Porque nunca se lo diría en voz alta a su hermano, pero había estado esperando. A que algo pasara, suponía. Cualquier cosa. Al principio, tal vez, a que ella volviera. A que hubiera alguna señal de arrepentimiento, unas líneas garabateadas apresuradamente con su nombre como destinatario o el aroma de su perfume olvidado en una habitación, poco más que la presencia de un fantasma.
Con el tiempo, el anhelo se convirtió en miedo, sobre todo tras la llegada de Brydon a palacio. La Arelies que recordaba, dulce y solícita, ingeniosa y plácida, se fue transformando en una sombra. Sus rasgos se fueron emborronando, como un cuadro expuesto al sol durante demasiado tiempo, y sus colores los difuminó la distancia. Terminó siendo una silueta, un cuento de miedo (su propio cuento de miedo). Una advertencia de lo que pasaría si se atrevía a confiar, a volver a querer.
Aun así, como el necio que era, como el necio que siempre había sido, se aferró a su peor pesadilla con la estúpida creencia de que podía volver a ser, en algún momento, un sueño hermoso que recuperar.
Y ahora, por fin, había despertado. Todo lo que era Arelies, todo lo que había sido para él, vivía tan solo en su recuerdo. Su presencia se había escurrido entre sus dedos; el fino hilo que todavía les ataba se había estirado demasiado y lo habían llevado, sin darse cuenta, hasta el punto de rotura. Había sido un final doloroso, como si le hubieran arrebatado una espina que llevaba años clavada en su corazón. Podía haber sido un proceso rápido, pero, al quitarla, su piel se había quedado tierna y sangrante, y la herida dolía ahora incluso más de lo que había hecho antes. Por ilógico que resultase, sin embargo, no sabía si quería —si podía— cubrir la llaga o dejar que curase. Porque eso significaría perderla. Eso significaría aceptar que otros habían puesto fin a lo poco que todavía les unía. Significaría reconocer que había asuntos que ya nunca podrían cerrarse como a él le hubiera gustado.
No fue hasta después de la guerra que se atrevió a coger la pequeña caja donde había guardado ambas alianzas sobre un lecho de terciopelo. Fue el mismo día que le anunciaron la victoria, que le informaron de que el rey y la reina de Silfos volvían a casa. Esa noche, movido por una fuerza que no creía que le quedara en el cuerpo después de jornadas enteras de trabajo e insomnio, salió de sus aposentos y caminó hasta el pequeño jardín. Recordaba haber caminado por él con ella, hacía demasiados años. En la mano en la que llevaba el estuche le pareció sentir sus dedos cálidos, tan finos y delicados. Su tacto siempre había sido suave, una caricia que le daba la sensación que atravesaba su carne y llegaba a sitios que nadie había conseguido tocar antes. Había sido una cura, un bálsamo que podría haber sanado también, en parte, el corazón roto que había dejado tras de sí.
No sabía si la hubiera perdonado si hubiera vuelto porque evitaba hacerse esa pregunta. Era demasiado cruel pensarlo. Era demasiado injusto enfrentarse a la duda.
Era imposible olvidar.
Se detuvo bajo uno de los árboles del jardín. Tenía la vista borrosa y le palpitaban las sienes. Le faltaba el aliento, y se dio cuenta de que había estado corriendo. Se dijo que así sería más fácil. Que confundido y ofuscado por el latido acelerado de su corazón sería más sencillo soportar el trago que tranquilo y con la mente fría.
Dejó la caja de las alianzas a un lado y empezó a cavar con los dedos, aunque la tierra no tardó en metérsele bajo las uñas y pronto sintió las yemas doloridas. Apartó los terrones húmedos a ciegas, con el frío de la noche colándose bajo sus ropas.
A su lado, la presencia de ella no era más que un soplo de viento. Suponía que no podía descansar. Suponía que nadie la habría enterrado. Geraint de Dahes la habría lanzado a una fosa para que se pudriera. Eso, por supuesto, si no la había colgado para que todo el mundo la viese. La idea de que la mujer que había conocido hubiera sido expuesta ante todos, asesinada ante todos, hizo que le hirviera la sangre. Hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas. Ella, que había sido tan orgullosa. Que había estado tan llena de vida. Ella, a la que nunca había conocido realmente… Pero ¿siempre había interpretado un papel? ¿De verdad había sido solo una máscara? Tenía que haber algo de realidad en ella, por poco que fuera. No podía haberlo fingido todo. No podía haber fingido cada una de sus sonrisas. No podía haber fingido cada una de sus palabras. ¿Era alguien capaz de mentir en cada beso, en cada silencio, en cada mirada, en cada instante? ¿Existía realmente una persona con la capacidad de crear un personaje y vivirlo sin descanso con la intención de alcanzar un objetivo?
¿Había sido su matrimonio, él mismo, todo lo que habían vivido, una herramienta para un fin?
Entonces, ¿por qué no romperlo?
¿Por qué seguir llevando la alianza durante diez largos y dolorosos años?
¿Por qué pedirle a Arthmael que se la devolviera cuando su vida corría peligro?
¿Qué habría deseado ella que hiciese con la joya? No podía quedársela. No podía simplemente tirarla. No podía olvidarla. No podía seguir amándola.
Solo que eso último, en el fondo, todavía lo hacía, después de todo, o no habría pensado en ella cada día de su vida. La quería todavía, o no dolería tanto. O no habría cavado una última tumba para ella, para lo que los había mantenido unidos en vida, para lo que fuera que significara que siguieran casados hasta el último suspiro de Arelies.
—Lo siento —se escuchó susurrar, incluso sin saber por qué. Sin saber a quién. No creía haber hecho nada malo y, sin embargo, sabía que si se la hubiera encontrado, si ella hubiera vuelto, habría pedido disculpas.
Tanteó el agujero bajo el árbol y decidió que era lo suficiente hondo. Con manos temblorosas, dejó la caja como un sacrificio o una ofrenda y volvió a amontonar la tierra sobre ella. Se preguntó si alguna vez sentiría el deseo de desenterrarla. Se preguntó si alguien la encontraría, mucho después de que hubiera muerto. Se preguntó si esa persona crearía una historia nueva para aquellos anillos. Si crearía una historia para ellos. Un cuento un poco más feliz, aunque no fuera cierto. Un cuento de los que dan esperanza, en vez de la historia desgarradora que le pesaba siempre en los bolsillos. La historia que nunca habían podido tener. La que ya, nunca más, tendrían.
Con las manos manchadas y el corazón dolorido, se puso en pie. Se dijo que era hora de dormir, incluso si el fantasma de su esposa no descansaba a su lado. Se dijo que era hora de volver a empezar, incluso si el comienzo resultaba siempre lo más complicado.
Se dijo que era hora de vivir, por los momentos que les habían robado.
Por ella.
Os recordamos también que ya hemos empezado a desvelar alguna información sobre nuestra nueva novela, La flor y la muerte (09/11), y que podréis descubrir a un nuevo personaje cada lunes y jueves en nuestro perfil de Twitter o de Instagram.
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