El sol y la mentira, Olympus, Relatos

Relato: Nadie como tú

¡Hola a todo el mundo! Mucho tiempo sin vernos, ¿no? Eso es porque, la verdad, hemos tenido uno de los años con más trabajo que recordamos y desde enero no hemos parado, de modo que no hemos tenido tiempo ni siquiera para pasarnos por aquí. Entre las novedades más importantes están que en mayo sacamos nueva novela, El sol y la mentira, y que en septiembre sacaremos una más, nuestra primera comedia contemporánea: Anne sin filtros, una versión moderna del clásico Ana de las Tejas Verdes. Acabamos de terminar una novela más… y hay otros proyectos en los que hemos estado trabajando de los que todavía no os podemos decir nada.

Pero la razón por la que estamos aquí hoy es precisamente ese libro que hemos mencionado que salió en mayo: El sol y la mentira es una nueva historia en el mundo de Olympus (La flor y la muerte) y hoy hace dos meses que salió. Para celebrarlo queríamos traer este relato que ocurre después del final de la novela. Contiene, por tanto, importantes spoilers sobre cómo acaba todo, así que si no habéis acabado el libro, NO LO LEÁIS.

Sin más dilación, pues… Démosle paso una vez más a Armand Cordroy. ¡Que lo disfrutéis!

Nadie como tú

 

No sé qué espero cuando abro la puerta, pero mi último pensamiento es que pueda ser Diane. Y aun así, ahí está, con un vestido de fiesta rosa pastel que deja su hombro izquierdo al aire y una botella de ambrosía en la mano que levanta en cuanto nuestras miradas se encuentran. Sé que viene de una fiesta por la ropa y porque lleva el pelo recogido con unas horquillas de estrellas que yo mismo le regalé. Porque tiene el maquillaje impoluto y los zapatos de tacón hacen que me saque un par de centímetros.

Está preciosa, aunque ella siempre lo está. Es imponente, de alguna manera, y no solo por su altura. Diane siempre ha sido una de esas personas que se hacen con la habitación tan pronto como entran.

Supongo que tengo un tipo de mujer bastante definido, después de todo.

—Ey —digo, tras un titubeo. Todavía me resulta raro pasarme la mano por los rizos más cortos que he llevado en años y, aun así, los hábitos son difíciles de romper.

Diane me lanza un vistazo de arriba abajo y alza las cejas. Supongo que está acostumbrada a verme de punta en blanco, en vez de con la cara lavada y el pijama puesto.

—Así que los rumores no son ciertos: sigues vivo.

Apenas. Dejo escapar una risa que me sabe a cobre sobre la lengua.

—¿Los rumores? ¿Quién ha dicho eso?

—Medio Servicio. Al fin y al cabo, hace dos meses que no te pasas por una fiesta o un evento oficial.

Diane agita la botella en su mano y yo la cojo finalmente y me aparto de la puerta para dejarla pasar. No creo que sea verdad que nadie me echa de menos. Bueno, quizá quienes escriben las noticias del corazón. Pero no les voy a dar la oportunidad de capturarme mientras busco la mirada de Enid. La idea todavía me produce hiel en el estómago, pero no sé si es por la perspectiva de volver a ver mi cara por todo internet o porque Enid no me aparte la vista si lo hago.

Cojo dos copas del mueble de la cocina, mientras Diane mira alrededor. Se queda un instante delante del maniquí envuelto en telas doradas, pero yo finjo que no me doy cuenta y nos sirvo ambrosía. No digo nada, porque no creo que haya nada que salga de mis labios que vaya a hablar más alto que mi obra a medio hacer. Sus ojos también van al portafotos que hay en el salón, con tan mala suerte que una de tus fotos aparece en ese momento.

¿Recuerdas aquella noche en mi apartamento? ¿Te recuerdas llevando ese vestido rojo que encontraste en mi armario? La imagen está grabada en mi mente como si todavía estuvieras ahí en medio, dando una vuelta sobre ti misma, como si bailases, descalza, con el volante de la falda acariciándote esas piernas interminables y la espalda al descubierto. Y entonces te reíste, y yo creo que mi corazón todavía tenía salvación hasta ese momento. 

Te reíste, Enid. Te reíste y yo te saqué esa foto y luego tú te quitaste el vestido y te pusiste otra cosa, y luego otra, y luego nos sentamos a beber. Y después, mis alas se derritieron. 

Y yo caí. 

Y aquí estamos.

Diane toma el cristal fino de mi mano y choca su copa contra la mía.

—¿Por qué brindamos? —pregunto.

Ella sonríe contra el borde de su bebida.

—Por nuestro Servicio.

La sigo con la mirada cuando me da la espalda y se va a sentar en mi sofá. Lo hace con confianza, con la facilidad de quien reconoce el terreno pese a que lleva meses sin visitarlo. Le he dado largas, todo este tiempo. Me ha preguntado mil veces si podía venir, cuándo podíamos vernos, pero yo simplemente no se lo he permitido porque no quiero dar más explicaciones. Porque no quiero inventar, tampoco. Hay demasiados secretos escondidos en nuestra relación y en las razones por las que se acabó, Enid, y aunque estoy acostumbrado a los secretos y a las mentiras, ahora me pesan más que nunca.

La única persona a la que le he permitido visitarme, quizá porque lo sabe todo o quizá porque sé que ella también lidia con sus propios secretos y su propia tristeza, es a Ianthe. El resto del mundo ha tenido que esperar. 

Y supongo que Diane se ha cansado.

Vacío media copa de un trago y me acerco mansamente. Abandono la botella sobre la mesa.

—¿Y ese espíritu corporativista, de pronto?

Cuando me siento a su lado, ella pone las piernas sobre mi regazo.

—¿Y por qué no? —Diane ladea la cabeza. Está bebiendo despacio, a sorbos—. ¿Te gustaría pertenecer a algún otro?

Mis ojos caen un instante sobre su rostro serio. Ella, con deliberada lentitud, lanza un nuevo vistazo a las telas doradas que sólo han empezado a dar forma al vestido sobre el maniquí.

Sacudo la cabeza.

—Estoy bien en Afrodita, Diane. No tienes que preocuparte por eso.

En ningún momento he pensado que yo sería un buen zeus. Quizá porque me siento muy cómodo en mi piel. Quizá porque me gustan el brillo, las luces y el dorado, pero no creo que soportase la presión. Quizá porque he tenido tijeras, aguja e hilo a mi alcance toda mi vida. Quizá porque no podría soportar sus pruebas, su competición encarnizada. En el fondo, estoy cómodo donde estoy.

Aunque me duela haber perdido algo importante precisamente porque no puedo ser otra cosa. Porque nací afrodita y siempre lo seré. 

Porque soy un traidor a Olympus y ni siquiera me arrepiento.

Diane se estira hasta recuperar la botella de ambrosía. Quiero decirle que no voy a beber más, pero ella sacude la cabeza antes de que abra la boca y me rellena la copa. La suya todavía tiene suficiente.

—Siempre he pensado que no hay nada más lamentable que alguien de Afrodita a quien le han roto el corazón. 

Sus ojos oscuros están de nuevo sobre mi rostro. Está analizando mi expresión, claro. Yo aprovecho su acusación para beber, para echar hacia abajo con ese trago todos los sentimientos que me provoca el recordatorio o su mirada insistente sobre mí. Supongo que se pregunta dónde está el chico que ella conoce y entiendo que lo busque. Entiendo que sienta que hace mucho que no lo ve.

—No me han… roto el corazón —miento, sin embargo. Supongo que al final es eso lo que sé hacer. Mentir. Una y otra vez—. Fue una separación de mutuo acuerdo.

Ella aprieta los labios, con su mirada insistente sobre mí. 

—Zeus está solo.

Trago saliva. ¿Cuántas veces me he dicho eso en las últimas semanas? ¿Cuántas veces me he dormido recordándomelo? ¿Y cuántas veces he pensado, tras grabármelo a fuego, que a lo mejor no quieres estar sola? No quiero que estés sola. Me duele imaginarte en ese piso que casi toca las nubes, en ese edificio con el logo de Zeus, de Olympus. Me duele porque sé lo pequeña que realmente eres, lo bien que encajabas contra mi cuerpo, e imagino que ese lugar será inmenso.

Sé que todos ven a Zeus como alguien enorme, como un titán, alto e inalcanzable, pero cuando pienso en ti te recuerdo sentada en mi cama o en el sofá de tu apartamento, y eres completamente humana, completamente perfecta. Eres Enid Dusan, no esa figura desdibujada que veo en las revistas y la televisión. 

—Zeus está solo —confirmo. Y sentencio la frase con otro trago. 

—Pero tú no tienes que estarlo.

Su mano se alza. Sus dedos se deslizan por entre mis rizos cortos, y la veo entornar los ojos casi con desagrado, como si le molestase lo que he hecho. Diane se echa hacia delante y yo trago saliva ante su cercanía. No he bebido lo suficiente para esto. Tengo muy claro que es una mala idea. Tengo muy claro que no es así como se solucionan las cosas.

—Odio verte así —dice, con sus dedos en mi pelo. No son los tuyos. Quizá cortarme el pelo fue también una respuesta a lo mucho que echaba de menos tus caricias en él—. Dices que fue de mutuo acuerdo, pero entonces es casi peor, porque significa que te has roto el corazón. . —Y hay una nota de acusación en su voz mientras sus yemas se apoyan en mi nuca, ahora al descubierto—. Tú, que siempre parecías tener control sobre todo, que tenías tan claras a las personas y cómo relacionarte con ellas para conseguir lo que te proponías…

—¿Por qué te molesta tanto? —pregunto, porque es la única defensa que encuentro. 

—¿Por qué no te molesta a ti? —Sus ojos entrecerrados tienen dentro un brillo que no reconozco—. ¿Por qué estás triste, en vez de estar furioso por lo que te ha hecho? Por esto en lo que te ha convertido. ¿Por qué no la odias, cuando ella está ahí, en las noticias, en cada pantalla, en cada fiesta, mientras tú te quedas en un rincón como si quisieras desaparecer del mundo? Como si la sirvieras, de alguna manera, pensando en ella, creando los vestidos que lucirá delante de todos, porque no te quiere dejar ir y tú no la quieres dejar ir tampoco. ¿Una ruptura de mutuo acuerdo? A mí sólo me parece una tortura apalabrada.

No sé qué decir. Sus preguntas duelen, porque dan en la diana, porque me golpean una tras otra como si hubiera disparado a matar. Y yo, aturdido después de la bofetada que supone cada palabra, no puedo más que entreabrir los labios y titubear.

—Yo…

Mi voz es débil, al contrario que la suya. No tengo defensas, porque me las ha quitado y, de todas formas, ella no me da ni un respiro. Diane no es de esas personas que abren su corazón, pero es fácil saber qué se le pasa por la cabeza cuando la conoces, y sé que ahora está preocupada por mí. Que eso es lo que la ha traído aquí esta noche. Que eso es lo que la hace responderme de esta manera. Que eso es, también, lo que la hace besarme. 

No estoy preparado para sus labios cuando chocan contra los míos. No estoy preparado para nada más que aguantar la respiración, mientras ella mantiene su mano en mi nuca. No estoy preparado, tampoco, para que guíe mi propia mano hacia su muslo, en el límite de su falda. Mis dedos se hunden en su piel sin pensar, como un acto reflejo, como una respuesta automática a algo que conozco.

¿Sabes, Enid? Durante las primeras semanas no me importó no sentir nada. Durante días enteros y sus noches pensé que se pasaría. Siempre dicen que se pasa. Que el tiempo ayuda a curar las heridas. Que, con el tiempo, borraría tus huellas dactilares de mi piel y de mi mente. No importaba que tuviera que verte en todos lados. No importaba que estuvieras en boca de todos. El pasado se diluiría. Tu recuerdo (cómo eres tú, la verdadera Enid, no Zeus) se diluiría.

Siempre he creído que los seres humanos estamos destinados a cometer los mismos errores durante toda nuestra vida.

Pero, de alguna forma, el error que hemos sido nosotros dos no lo puedo repetir con nadie más.

Cuando me aparto de la boca de Diane ni siquiera siento que pierdo algo. Me siento entumecido. Mi mano sube hasta su mejilla. Cuando me mira, no hay desprecio, sino una profunda pena.

—Lo siento —murmuro. Y es cierto. Lo siento por mí y por ti, pero también por ella.

Diane se aparta como si mis palabras la hubieran quemado. Quita las piernas de mi regazo y se coloca un mechón de pelo tras la oreja.

—Yo también —dice, igual de bajito—. No te lo mereces.

Me lo dice sin mirarme a los ojos, pero quizá por eso, precisamente, sé que lo piensa de verdad.

—A lo mejor un poco sí.

Cojo la botella de ambrosía y la muevo. Ella me ofrece su copa para que le sirva. Sé que vamos a fingir que no ha pasado nada y yo estoy de acuerdo con ello. Hay cosas que es mejor no remover. A lo mejor, con el tiempo, cuando tu rostro y tus palabras y tus caricias realmente no sean más que un fantasma sobre la piel… 

—Hay más mujeres que Zeus —me recuerda.

Sonrío un poco. 

—Sí. Sí que las hay.

Y entre todas ellas, de alguna forma, sé que no hay nadie como tú.

 


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