El sol y la mentira, La furia y el laberinto, Libros, Olympus, Relatos

Relato: Todavía

¡Hola a todo el mundo!

Septiembre ha sido un mes muy intenso con la publicación de nuestra primera novela de romántica contemporánea, Anne sin filtros, pero también con la vuelta a los eventos e incluso a los viajes. Además, durante la Feria del Libro de Madrid, en un evento organizado por la LitCon Madrid y Nocturna Ediciones, hemos anunciado que el 15 de noviembre se publicará la tercera parte de la saga Olympus: La furia y el laberinto.

Estamos muy felices de que vayáis a poder leer la historia de Talía y conocer a Tess y al resto de protagonistas de una historia un poco más oscura y que os mostrará nuevas facetas de todo este mundo que hemos creado. Pero antes de presentaros a los personajes, hemos decidido daros un relato que teníamos guardado desde hace tiempo y que sirve de puente entre El sol y la mentira y la siguiente novela. Aunque no es imprescindible leer el relato para entender La furia y el laberinto, sabemos que hay mucha gente que echa de menos a Enid y Armand, así que os dejamos un poco más de ellos. Además, Xènia Ferrer, la ilustradora oficial de la saga, ha colaborado con nosotras para acompañar este relato con una de sus creaciones.

AVISO: El relato ocurre un par de meses después del final del El sol y la mentira, por lo que contiene SPOILERS.

¡Disfrutadlo!

 

Todavía

Parece que fuese ayer cuando la vio por última vez en persona. Parece que fuese ayer cuando se dijeron adiós porque, de alguna manera, la herida sigue demasiado abierta. Demasiado sangrante. Demasiado reciente. Casi tres meses no le han dado ni una sola pista de cómo cerrarla, sin importar las veces que haya cogido la aguja con manos temblorosas y haya intentado coser los bordes. No importa lo mucho que haya apretado. No importa lo acertadas que fueran las puntadas: al final, siempre ha habido algo (una imagen, un pensamiento, un recuerdo, una noticia, un silencio) que ha cortado el hilo y lo ha devuelto al principio.

Es como un juego en el que siempre acaba volviendo a la pantalla de inicio.

Hoy, más que nunca, con la piel más tierna y la sangre volviendo a la superficie, no puede evitar sentirse vulnerable. Hoy, finalmente, después de tanto tiempo en las sombras, alejado del sol, intentando esconder las ampollas y las quemaduras que ella le dejó en la punta de los dedos, ha encontrado la fuerza para volver a mostrarse en una fiesta de Olympus en la que supiera que iban a coincidir.

Y nada más entrar en la misma sala, dolorosamente consciente de que están respirando del mismo aire, lo único que quiere es volver a salir.

El brazo de Diane, sin embargo, lo mantiene anclado al suelo. 

—No sé si deberíamos empezar con una ronda de presentaciones: alguna gente no te ve desde hace tanto que probablemente se hayan olvidado hasta de tu nombre.

Armand resopla. Dado que algunas páginas y algunos hilos en foros todavía se hacen eco de cada uno de sus movimientos, duda que nadie haya tardado tan poco en olvidar que fue el amante de la nueva Zeus. O que no sepan, después de todo, que la sigue vistiendo en muchos de los actos a los que acude. No cree, incluso sin que ella pronuncie su nombre, que no se vea claramente su estilo en esas prendas que lleva como si hubieran sido especialmente pensadas para ella.

En esas prendas, de hecho, que sólo han sido pensadas para ella. Él se ha encargado personalmente de que sus recuerdos juntos estén estampados en cada tela, en cada botón, en cada encaje…

Diane tira de él y Armand se deja arrastrar mansamente. 

—No puedes evitarla eternamente —le dijo, cuando le hizo llegar la invitación al evento—. Lo sabes, ¿verdad? Igual que no puedes dejar de ver las noticias sólo por miedo a encontrarte con su rostro. Además, ¿no le sigues haciendo la ropa? ¿No debería ser más doloroso eso?

Pero no lo es. Diane no puede comprenderlo. Hacerle vestidos no es doloroso porque es una forma de mantener a Enid con él. De seguir abrazándola. De ofrecerle su compañía. Ni las noticias ni los actos públicos le ofrecen nada de eso. Solo sirven para recordarle lo lejos que está, el frío que siente, lo fácil que es ponerse la máscara y volver a caer otra vez en la cotidianidad de Olympus. Y no quiere eso. No quiere acostumbrarse a ser lo que era antes de que ella llegase a su vida.

Sería como perderla un poco más.

Pero Eunys, cuando se lo contó a su figura holográfica en el medio del cuarto, le dijo lo mismo: 

—No puedes evitarla eternamente. No puedes dejar de hacer tu vida por ella. Y te necesitamos de vuelta, Armand.

Y él, por supuesto, tuvo que darle la razón. Porque Eunys, al fin y al cabo, es la voz de su conciencia. Así que aceptó la invitación, se puso uno de sus trajes favoritos (el de corte asimétrico, con los botones en diagonal y el bordado de pájaros dorados alzando el vuelo desde su pecho hasta su hombro, como si las aves escaparan de su corazón) y dejó que Diane se colgara de su brazo. Ella, por supuesto, estuvo encantada de recuperar a su mejor acompañante. Siempre se lo habían pasado bien yendo juntos a esas cosas, incluso cuando alguno de los dos tendía a desaparecer más tarde o más temprano durante la velada.

Armand toma una copa de la bandeja más cercana y deja que la ambrosía le disuelva el nudo en el estómago. Durante un rato, se concentra simplemente en observar alrededor. Contempla esas caras que ya conoce, las sitúa dentro de ese gran rompecabezas que es Olympus. Ve a su tía reírse de algo que le dice una mujer vestida de rosa; ve a gente que todavía debe de estar en la Akademeia disfrutar de una noche libre. Olympus ríe y a él le pesa el corazón, y Diane le dice algo al oído que no entiende por encima del zumbido de su mente.

Es un error. No debería estar aquí.

Incluso si eso lo hace inservible para la revolución.

Su acompañante deja de apoyarse en su brazo y se desliza como un fantasma entre la gente. Lo deja solo, y él no sabe a dónde va, pero tampoco le importa. Le supone demasiado esfuerzo quedarse cosido al suelo en vez de huir, y por eso, durante un largo instante, no se mueve. 

Tiene que respirar hondo.

Una,

dos veces.

Después, apretando con suavidad la copa entre sus dedos, aferrándose al cristal como si deseara romperlo y clavarse los pedazos muy hondo en la piel para olvidar todo lo demás, echa a andar por la sala. Sabe que hay miradas que lo siguen. Sabe, también, que no puede permitir que le afecten. Por eso camina con la barbilla alta, con la sonrisa en la boca, sin que los ojos azules lleguen a fijarse sobre nadie. Sólo quiere ver a una persona y, al mismo tiempo, espera no hacerlo. Si se para a hablar con alguien es porque lo llaman primero. Si se detiene es porque alguien quiere saludarlo, porque alguien quiere congraciarse con él, y no puede evitar pensar que esa gente piensa que todavía está entre los favoritos de Zeus. Nadie querría tener nada que ver con él si supieran que no han hablado en meses. Que él simplemente le hace llegar sus prendas. Que nunca hay respuesta a las escuetas notas que envía entre las telas más delicadas.

Una hora después está en el entrepiso, mirando la fiesta desde arriba, con una nueva copa en la mano que apoya en la balaustrada. El baile de colores a sus pies lo tiene fascinado. El juego de luces, de artificios, de palabras y gestos, lo hipnotiza. Estudia los patrones, sin saber qué va a encontrar. Estudia las risas que se escapan flotando hasta su rincón en calma. Hay parejas que miran hacia abajo, con él. Hay grupos que han intentado escapar de la algarabía y se han encaramado los asientos del fondo como pájaros en sus perchas. Pájaros de brillantes colores, algunos de ellos llamativos como pavos reales, que trafican con secretos y cotilleos. Lo sabe porque él ha estado entre ellos muchas veces. Porque las conversaciones más interesantes son las que se encuentran en los rincones y las esquinas, entre la decadencia que muchas personas no ven o fingen no ver. Al fin y al cabo, la ambrosía no es lo más fuerte que podría caer entre sus manos, si quisiera.

El dorado corta el hilo de sus pensamientos cuando se cuela en su campo de visión, justo a su lado, y su corazón revive de un largo letargo por un segundo. Pero ese vestido no lo ha cosido él, no brilla como los suyos, y el cuerpo que abraza la tela tampoco es ese con el que sigue soñando. 

Su mano libre se agarra con fuerza a la barandilla, como si quisiera asegurarse de que no va a caer. Como si quisiera estar seguro de que el golpe de la decepción no va a arrastrarlo más allá de su lugar. 

—Gina Solberg —dice. 

El nombre, por alguna razón, le pesa y le sabe a cobre sobre la lengua.

—Armand Cordroy —responde ella, con una sonrisa más conseguida que la suya. Se apoya en la balaustrada junto a él—. Empezábamos a pensar que no volveríamos a verte nunca más.

Él también. Armand coge aire.

—¿Cómo… estás? —Si las palabras se le traban no es porque no esté interesado en su salud. Gina le cae bien. Siempre le ha parecido más amable que Seira. También un poco más peligrosa. Olympus le ha enseñado a tener cuidado con las personas demasiado dulces. Por lo general, son más terribles que las que muestran su descontento contigo y con el mundo.

Pero la pregunta que quiere hacer es otra. 

«¿Cómo está?»

Y puede que sea la diferencia más sutil del mundo, pero es uno de esos detalles que le hacen daño ahora. Una de esas distinciones que lo cambian todo en su mundo. 

—Bien —dice, con suavidad. Ella siempre habla así y, sin embargo, consigue hacerse escuchar sin mayor problema—. ¿Y tú?

Él no responde. No quiere hacerlo. Hace mucho que evita responder a esa pregunta.

—He escuchado que te han ascendido —repone en cambio.

—Enid quería a gente en la que pudiera confiar a su lado. Y sabe que nosotras no nos dejaríamos comprar. Así que ahora la acompañamos a todos lados. Organizamos su agenda. Le guardamos los secretos.

Armand sonríe, pero es un gesto irónico. Hay muchos secretos que Enid ha guardado incluso de ellas, y supone que habrá más. Que se irá cargando a las espaldas un montón de cosas que no puede decir en voz alta, hasta que los hombros le pesen y sea incapaz de caminar erguida. Habrá cientos de cosas que los anteriores Zeus no le contaron nunca a nadie, que no tienen cabida para ser pronunciadas en voz alta, y supone que eso es lo que realmente te obliga a dejar tu puesto a los diez años.

No se imagina el alivio que debe de resultar que llegue un día en el que nada importe y simplemente se descanse, porque sabe que no será así para él.

—Entonces están en buenas manos —declara.

Gina no dice nada. Sus ojos están fijos en un punto concreto del piso inferior y, sin poder ni querer evitarlo, él sigue la dirección de su mirada. Y entre todas esas cabezas, entre todas esas personas y palabras y gestos y colores, la distingue claramente. Se inclina hacia delante, apoyándose del todo en la baranda, y respira hondo mientras siente toda la sed y el hambre que no haberla visto de verdad en meses ha dejado tras de sí. Mientras el vacío oscuro y terrible se abre en su estómago hasta que la mitad de su cuerpo no es más que un gran agujero negro que amenaza con tragárselo todo. Mientras la herida se abre y no le quedan dudas de que, si baja la vista, verá la mancha de sangre extenderse por su camisa.

Porque está allí y, entre toda la gente de la fiesta, parece igualmente la fuente de luz de la habitación, una brillante estrella (un brillante sol) alrededor de la que todos los presentes bailan, alrededor de la que todo el mundo hace su vida. Como girasoles, supone, todos inclinan la cabeza hacia Zeus para sentir su calor en la piel, su gloria, para contagiarse un poco del dorado que desprende. 

Supone que él también fue uno de esos girasoles, incluso cuando nadie podía ver todavía el esplendor de su brillo. Supone que quiso bañarse de su luz con tanta intensidad que (como Ianthe diría), se arrancó las raíces del suelo y se lanzó hacia arriba, sin ser consciente del peligro. 

Y ahora tiene los pétalos de tela quemados, a punto de convertirse en cenizas.

—Todo el mundo se acerca a ella. No creo que fuera un problema que tú también lo hicieses.

Gina lo dice con buena intención, lo sabe, pero no puede hacerlo. Los pies le pesan como si estuvieran hechos de plomo.

—A ella no le gustaría.

—En realidad, yo creo que sí.

Y durante un momento, animado por esas palabras, se plantea ir. Se plantea bajar las escaleras, con la copa aún en la mano. Se plantea acercarse lentamente, disfrutando de la anticipación. Quizá ella lo vería llegar. En su mente, la gente se aparta y dejan un camino, y esos ojos tan dorados que conoce bien se posarían sobre él, y esa boca que tantas veces ha besado se curvaría hacia arriba en el gesto que se burla de él, que sabe que lo hace sentir insignificante y, a la vez, diferente de todos los demás. Y entonces, por un momento, sería como si nadie más existiese. Entonces, por un momento, sería como si solamente quedaran ellos dos en el mundo y, como tantas otras veces, tomaría la mano de Enid en la suya. Su boca volvería a tocar su piel, y el tiempo no habría pasado. Su boca caería sobre sus nudillos y sus ojos estarían imantados y su sonrisa no titubearía. 

Su nombre caería como una joya de su boca, como una oración de las que ya no se pronuncian.

Las yemas de sus dedos, tal vez, se distraerían en acariciar las líneas en la palma de su mano.

Armand sacude la cabeza. Abajo, Hefesto se ha acercado a la cabeza de Olympus, acompañado de su Hija. Talía no parece especialmente feliz de estar en la fiesta, pero se mantiene imperturbable en su traje marrón. Lleva las manos en los bolsillos y, de alguna manera, eso le recuerda demasiado a Aden como para no traerlo a la realidad. Pronto esa chica tan distante y callada ocupará el puesto que un día le iba a corresponder a su amigo. Pronto Hefesto tendrá que ceder su título y Talía perderá su nombre.

Para casi todos los presentes, Enid ya ha perdido su nombre. 

Él, en cambio, nunca podría llamarla de otra manera.

—No —dice al fin—. No creo que sea una buena idea. Pero…

Calla. Se muerde el labio. No sabe exactamente cómo terminar la frase, porque no sabría que decirle, incluso si la tuviera delante.

«Dile que todavía la quiero».

«Dile que todavía pienso en ella».

«Dile que todavía sueño con ella».

«Dile que todavía tengo un poco de esperanza». 

«Dile que todavía podemos crear nuestro propio bando».

Gina, a su lado, suspira. De dentro de su manga saca algo que se guarda en la mano y le acerca con sutileza. Sus dedos se tocan cuando se lo entrega, como un secreto. Él aprieta el puño alrededor. Papel. Casi nadie lo usa ya, así que casi parece una broma que la cabeza de un imperio tan tecnológicamente avanzado haya decidido usar un material tan quebradizo para pasar un mensaje.

Pero cuando un mensaje solamente existe en un trozo de papel, si lo destruyes, ya no quedan pruebas. Con un correo electrónico, con una holollamada, pueden quedar rastros. Los datos, la información, son demasiado valiosos como para no tenerlos completamente controlados.

Y a Enid, al fin y al cabo, siempre le ha gustado tener todo bajo control.

—¿Qué…?

Lo pregunta, pero cree saber lo que es. ¿No se lo prometió? Le dijo que algún día, quizá, le haría llegar una pequeña ayuda para la rebelión. Algo que pudiera guiarlos en su lucha. 

Elain va a estar contenta, si es así.

Y él, por su parte… No sabe cómo sentirse. Algo en su pecho se revuelve. Algo dentro de él se afloja un poco. Porque significa que Enid no ha cambiado en esos meses. Porque significa que todavía queda algo de la mujer que jugaba sólo para su propio beneficio.

Añora a esa mujer con toda su alma.

—Me pidió que te lo diera. No lo he cotilleado. —Y, por cómo lo dice, él sabe que realmente no lo ha hecho, pero que desearía poder ver qué guarda el papel.

—Gracias. —Armand se humedece los labios, pero no desdobla el mensaje. Solo se lo mete en el bolsillo interior de la chaqueta, consciente de que es algo que no puede ver hasta que esté a solas—. ¿Podrías…?

De nuevo, calla. Iba a decirlo, tenía las palabras sobre la lengua, pero otra vez le pesan demasiado. Se siente enfadado consigo mismo, incapaz de pronunciar sus pensamientos. Se siente como si caminara sobre cristales, como si fuera tan precario que bien haría en caerse y terminar con todo.

—Se lo dijo ella. —Armand se vuelve hacia su interlocutora con una pregunta en los ojos—. A Diane Beroe. Que te diese la invitación. Que te arrastrara, si hacía falta.

Él traga saliva, sin reaccionar. ¿Por eso Diane ha insistido tanto? ¿Qué quiere decir que Enid quisiera verlo allí? Supone que quería pasarle ese mensaje. Simplemente eso. Y supone, también, que no importaría si ahora se marchase. 

—Dile… que gracias —se escucha murmurar—. Dile a Enid… —y se asegura de pronunciar el nombre con cuidado, porque quiere que Gina se lo repita. Enid. No Zeus—. Dile a Enid que está brillante. Como siempre.

—Le haré llegar tu agradecimiento. Pero lo otro tendrás que decírselo tú mismo. —Gina no ha dejado de sonreír, pero ahora, por primera vez, parece un poco afectada, cuando vuelve sus ojos dorados hacia él. Ningunos ojos tienen el efecto de la líder de su Servicio, sin embargo, incluso cuando sabe que no están hechos para ser tan diferentes como él los siente—. Cuando tengas las fuerzas o el valor. —Sus ojos se apartan. Su cuerpo se aparta. Sus dedos recorren con suavidad el mármol de la baranda mientras empieza a alejarse—. No puedes evitarla eternamente, sobre todo si ella no quiere. Y no quiere.

No le deja que responda. Ella baja las escaleras y él solamente puede seguirla con la mirada, antes de pasar los ojos sobre las cabezas de la multitud. Enid se ha movido, se ha ido acercando, aunque sigue en el piso inferior. El dorado lo ciega durante un instante, lo prende en llamas y lo calcina. No podría apartar la mirada ni aunque quisiera, está seguro, porque ella siempre ha tenido ese poder sobre él. Porque, como recordaba, sus ojos son distintos a los de cualquier otro zeus, al menos para él, y no hay nada comparable a sentir su mirada puesta sobre los suyos. Como ahora.

Armand alza su copa. Ella inclina la cabeza en reconocimiento, sin apartar la vista.

Lo sabes, ¿verdad? Sabes que todavía pienso en ti, que eres más real que muchas de las cosas que tengo a día de hoy. Que muchos de los privilegios. Que muchas de las personas que me rodean.

Lo sabes, ¿verdad? Sabes que no voy a poder olvidarte. Yo ya me he resignado y duele. Y, a la vez, no puedo dejar de agarrarme a ese dolor, porque lo prefiero a olvidar lo que ha pasado entre nosotros. 

Lo sabes, ¿verdad? Que volvería a quemarme. Que volvería a vivirlo todo, desde el principio.

Armand respira hondamente.

Una, 

dos veces.

Dioniso distrae la atención de Enid. Él le da la espalda a la escena.

Supone que no tiene por qué quedarse.

Aun así, lo hace.

 


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